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“…[El racismo] la mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano”.
‒ Mario Vargas Llosa, premio nobel peruano.
Esta vez prefiero abordar este tópico de diferente manera, narrando un episodio real ocurrido en uno de mis viajes a Perú.
El racismo, por tratarse de un tema tan vasto, complejo y a su vez que está tan enraizado en nuestra cultura y “al ser peruano”, se ha normalizado y es parte de nuestra “inconsciencia” colectiva. Acabar con el racismo es un desafío que tendría que tener como punto de partida el asumir nuestra condición (de racistas).
Crisol de razas
“Mire jefe, aquí no es como en los Estados Unidos, aquí no hay racismo, somos un crisol de razas; fíjese, aquí hay cholos (mestizo nativo/español), indios, chinos, negros y blanquitos viviendo en total armonía”, me lo dijo así, de sopetón, el taxista que me recogió del aeropuerto en el primer viaje que hice hacia El Perú después de unos largos dieciocho años.
Me lo expresó así, abruptamente y como a la defensiva sin que siquiera hayamos abordado el tema, como si tuviera esas frases reprimidas por mucho tiempo y finalmente creyó que era el mejor momento para poder desprenderse de ellas. Preferí cambiar el tema, yo estaba muy al tanto de que ese era uno de los más grandes negacionismos y, es más, era motivo de orgullo casi al mismo nivel en el que están el ceviche y el pisco.
Pero esas contundentes afirmaciones del taxista siguieron retumbando en mi cabeza durante todo el fin de semana en el que un antiguo amigo ricachón, heredero de unas -al parecer importantes- minas, me invitó a pasar “el weekend” en su casa que estaba en una de las playas más exclusivas, al sur de Lima. Era una casa espléndida, de grandes ventanales, con una vista magnífica al Océano Pacifico, perfectamente decorada con auténticos mantos funerarios de la época pre-inca, de figuras geométricas y colores ocres que embellecen las paredes de sus salones en lugar de estar exhibiéndose en el Museo Nacional.
Allí llegamos mi amigo y yo en un elegantísimo Mercedes Benz y claro, también nos acompañaba el chofer que sobriamente manejaba embutido en un traje oscuro y una camisa blanca perfectamente planchada; y creo que si no lo hacían vestir guantes blancos y gorro era porque, seguramente, no querían cruzar el límite del mal gusto (huachafería dirían los limeños).
Para llegar tuvimos que atravesar unos arenales en lo que antes convivían los restos de una ciudad pre-inca y los depósitos de basura y que ahora estaban atiborrados de precarias viviendas que un alto muro de ladrillos y cemento las separaban de la parte “acomodada” de la sociedad limeña que tratando de huir de los distritos periféricos había construido allí sus mansiones “tipo Beverly Hills”.
Yo observaba todo a través de la ventanilla del auto mientras mi amigo subía el volumen de su “playlist” y se esmeraba en cantar de voz en cuello “One of these nights” de Eagles.
En la casa nos esperaba la esposa que lucía una túnica de lino -seguramente de diseñador – que cubría – un fucsia y minúsculo bikini, allí también estaban los tres hijos de ellos, de ocho, seis y tres años y, mentiría si digo que eran todas niñas o niños, pero eso no interesa para el caso. Lo que sí recuerdo, es que cada uno de los niños (¿niñas?) tenía una nana que se encargaba especialmente de cada uno.
Las tres niñeras vestían enteramente de blanco, incluidos los zapatos y las medias, y parecían que habían sacado su indumentaria de una de esas clásicas películas de terror con enfermeras asesinas; cada una se encargaba escrupulosamente del niño que le correspondía, siguiendo meticulosamente el horario de las actividades de cada párvulo.
Al parecer, cuando llegamos era la hora de ir al mar y a ellas siempre vestidas con sus uniformes blancos se les podía ver bajar los escalones que conducían a la orilla de la playa y ya después se les observaba tratando de no mojarse los zapatos blancos (eso incluía a las medias blancas), armando castillos de arena y al mismo tiempo cubriendo exageradamente con protector solar todo el cuerpo de los críos, pero siempre con un gesto adusto, casi ansioso.
Esto era contemplado de soslayo por la parejita anfitriona y yo mientras degustábamos un aromático Pisco Sour abandonados en los sillones de la gran terraza adornada con gigantes botellas de vidrio con galeones piratas dentro. En ese momento, seguramente motivado por los efectos del Pisco Sour, dije vacilante: “pobres chicas, que calor con esos uniformes, seguramente se darán un chapuzón”; la parejita con una naturalidad extrema, casi sospechosa me observó de reojo y seguramente comprendiendo que mi pregunta procedía de mi condición de prácticamente “extranjero” progresista-casi subversivo, me aclararon: “ellas y todo el personal de servicio pueden hacer uso de la playa a partir de las seis de la tarde”, es porque ellos mismos no se sentirían a gusto ¿no?, además es una regla de la junta de propietarios y nadie quiere romper reglas, ¿no es cierto?
A la mañana siguiente, me puse en pie tempranito, y aprovechando que la parejita estaba haciendo jogging por la orilla del mar, entré para prepararme un café a la cocina, espacio de la casa aparentemente vedado para cualquiera que no fuera parte del personal de servicio.
Las niñeras, la cocinera y el chofer estaban sentados alrededor de una mesita tomando desayuno y conversando animadamente, pero cuando me vieron entrar se quedaron inmediatamente en silencio, hicieron el ademán de ponerse de pie -cosa que yo detuve enfáticamente- y ninguno, excepto la cocinera, vestía sus uniformes, mientras llenaba mi taza de café traté de iniciar una conversación sencilla y solo logré que ellos se convirtieran en rocas silentes, en piedras mudas, como esas piedras gigantes con las que se construyó Machu Picchu, testigo de la grandeza de un imperio que fue sometido a sangre y fuego.
Los vi allí, desconfiados y temerosos, muy similares y al mismo tiempo diferentes a las caras de los “huacos retratos” donde los nativos prehispánicos solían plasmar, en utensilios de cerámica, los rostros de su clan. Allí mismo pude sentir la resignación de un pueblo al que le habían arrebatado su antiguo esplendor y que hoy se sentía extranjero en su propia tierra.
Le dejé una nota a mi amigo justificando mi sorpresiva despedida y le pedí a Paco, el chofer -hasta ese instante anónimo-, que me acercara a la carretera Panamericana para así poder tomar un microbús de regreso a Lima.
En todo el largo camino de vuelta, ahora desde las ventanillas de un ómnibus destartalado, observé los mismos arenales por los que había pasado el día anterior, arenales desde los cuales emergían individuos de lánguidos rostros cobrizos, personas con semblantes que no expresaban otra cosa sino un sumiso agotamiento, seres humanos tratando solamente de sobrevivir un día más, hermanos cargados de bultos y llevando a sus bebés en sus espaldas, peruanos aturdidos en sus propias contrariedades, para los cuales el asunto ese del crisol de razas no tenía ningún significado.
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