El siguiente texto, es la carta ganadora del concurso “Cartas de Amor a mis muertos” organizado por Casa Círculo Cultural como parte de la celebración del Día de Muertos, 2023.
Hola Blanquita,
Dicen que uno tiende a privilegiar los malos episodios por encima de los buenos en la memoria familiar, nada más acertado, creo yo. Quisiera comenzar esta epístola preguntándome ¿qué tanto han evolucionado mis recuerdos de infancia que tengo sobre ti luego del proceso de aprendizaje y maduración a lo largo de tantos años? y es que esos recuerdos infantiles ya fueron contaminados inevitablemente por las experiencias vividas posteriormente.
Comienzo recordando que cuando era pequeño (de unos 8 o 9 años) me solía angustiar tu posible ausencia y mi única solución, entonces, era aparentemente el suicidio.
En alguno de mis cuentos te presento físicamente como menuda, frágil pero que a mi me parecías enorme, era cierto y así me lo pareció hasta el final. “Mi madre, mujer muy menuda, pálida, frágil y delgada, medía poco más del metro cincuenta pero a mi me parecía enorme” escribí.
Yo era un niño sumamente mimado, sobreprotegido y consentido, al que se le dejaba hacer lo que quisiera, al que nunca se le negaba nada y sobre todo al que se le festejaba absolutamente todo, todo; y tú eras la que lideraba mi corte de sobreprotectores y me permitías todo menos una cosa: que dejara de tomar mis alimentos. Yo me mantenía incólume -hasta donde podía- ante tus duros ataques que seguida por el ejército de las empleadas domésticas no descansabas hasta lograr vigorizar aunque sea un poco mi escuálido cuerpo, utilizando diversas formas para convencerme de aceptar siquiera un pequeño bocado de comida. Improvisabas, hacías trucos de magia (y de terror), amenazabas, castigabas y recuerdo claramente cuando una vez utilizaste un látigo (el peruanisimo “San Martín” o chicote) que -horror de horrores- más allá de la sensación de ráfagas de calor en mis piernas pude experimentar, por primeras vez, un dolor en el alma. He tratado de borrar ese episodio pero hasta hoy me ha sido imposible, lo siento madre. Tú también, lo recuerdo claramente, ensayabas con alimentarme en base a vitaminas, refuerzos alimenticios, pociones que “abrían el apetito”, recetas de médicos naturistas, herbolarios y chamanes. Hoy, tengo la sospecha que en tu rol de madre tenías como una de tus columnas fundacionales e irrenunciables el de la alimentación. Era tal tu vehemencia por hacerme comer que podías llegar a límites insospechados.
Creo que de ti heredé tu gesto solidario, recuerdo que solías traer niños pobres (Ramiro y su hermanito Alo eran los más frecuentes) de un barrio paupérrimo cercano al mercado de abastos para que jugaran conmigo y me hagan compañía y ellos felices de poder divertirse con mis juguetes pero sobretodo les emocionaba el momento del almuerzo donde los veía engullir los alimentos que yo despreciaba. “Mira, seguro a ti te falta ser pobre para que tengas ganas de comer”, asegurabas, te voy a mandar a vivir con ellos me amenazabas.
Me solías hablar de tu propia infancia cargada de escasez y abandono, con un padre ausente y con una madre, trabajadora, maltratada y servil. Recuerdo que te acordabas del esfuerzo y sacrificio de tu madre pero también de su ignorancia que era aprovechada por el machismo de mi abuelo. Me contabas de tus paseos a la “Playa de Barranco” cuando eras todavía una niña, te llevaba la abuela junto a tus ocho hermanitos y que a pesar de eso llevaban todavía a más niños pobres del vecindario, que tomaban el tranvía cargando una olla con tallarines rojos para el almuerzo y al contarlo parecías feliz, y si, ahora que lo pienso, contarlo te hacía muy feliz. Recuerdo que vestías como una reina, no por lo extravagante sino más bien por tu talento innato de “tener gusto” aunque tu gusto no solo era para vestirte sino también para decorar nuestra casa, gusto en general para desenvolverte en todos los aspectos de la vida social.
Te recuerdo luciendo tus sacos de franela escocesa que combinaban perfectamente con tu falda tableada con un gran imperdible al lado, zapatos de piel de becerro hechos a mano con una cartera mediana del mismo material colgando de tu hombro izquierdo. Es verdad que tu tez pálida te otorgó muchas ventajas que a otros que provenían del mismo nivel social les eran prohibidas, de niño yo percibía ese privilegio pero lo atribuía sólo a tu condición de ser mi madre.
Otra de las cosas en la cual te enfocaste con apasionamiento fue en curarme de la angustiosa enfermedad del asma, te vi recorrer infructuosamente un sin fin de médicos, tratar diferentes medicinas y no pocos tratamientos lo que desembocó finalmente en mi infeliz viaje a un pueblo del interior jugándote tu última carta. Trataste de todo para extirpar aquella enfermedad que me aquejó desde una tierna edad pero no lograste mucho, como tampoco lograste mucho conmigo en ningún aspecto, lo admito. Hubo muchas tardes de cine, vámonos a “la matiné” me decías (término utilizado para designar a la función de tarde) y después un lonchecito y después a jironear, me vestías y me peinabas y mirándome con ternura: qué guapo estás! Yo creo que te creía cuando decias eso. Otra veces un heladito de Lúcuma y luego a sentarnos a ver el sunset, casi siempre terminabamos nuestro helado sincronizados mientras el sol se ponía, allí solías hacerme preguntas tipo: ¿por qué Dios permite la pobreza? O ¿Cuál es el propósito del sufrimiento? Yo entonces era muy chico para poderte contestarte. No voy a tocar algunos de los malos recuerdos que tengo, prefiero pensar que no fueron tan malos si no que se fueron exagerando y distorsionando con el paso de los años. Increíblemente el mejor recuerdo que tengo de ti es la sublime sensación de aquel momento en el cual entrabas a mi cuarto en las mañanas, yo acostado en mi cama y tú creyéndome dormido me cubrías con la frazada hasta los hombros… Siempre en mis pensamientos,
Tu conchito, Pablo.
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