“No sé si la educación puede salvarnos, pero no sé de nada mejor”
‒ Jorge Luis Borges.
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Según parece, solo cuando se revelan los resultados de las pruebas anuales de evaluación internacional -que constantemente arrojan como conclusión el paupérrimo nivel de la educación peruana- es recién allí donde se gesta la reaparición de nuestra preocupación por el problema de nuestra educación. Al mismo tiempo, el gobierno, los líderes sociales y las autoridades, debido a las mismas circunstancias, también empiezan a esgrimir algunos proyectos de cambio con ciertas reformas populistas y a corto plazo para enmendar o solamente mitigar, un tanto, la molestia que produce la incómoda coyuntura.
Remontándonos y examinando nuevamente nuestra historia, podemos evidenciar que el rumbo de la educación en el Perú estuvo milenariamente contaminado por la mácula de la exclusión, sesgo perverso basado en la discriminación por raza, etnia, clase social o género.
En la época prehispánica, la educación en las civilizaciones Inca y preinca no era vista como un elemento importante en el desarrollo del pueblo puesto que estaba casi exclusivamente dirigida hacia el sector aristocrático de la población.
La educación, por tanto, estaba casi únicamente dirigida hacia una élite militar, religiosa o cortesana. Después, en los tiempos del virreinato se diseñó una nueva cultura con una clara afinidad con la nueva organización político-colonial que se estaba imponiendo, educación afín al carácter también elitista rechazando absolutamente todo desarrollo del conocimiento indígena y negando así su capacidad intelectual.
Posteriormente, durante los primeros años de la república, la educación se mantuvo dirigida, esta vez, hacia las elites criollas persistiendo la desigualdad y la falta de inclusión. A partir de allí, se continuó con el mismo patrón durante la mayor parte de la época republicana sin un programa nacional de educación de largo plazo, sin una política educativa coherente y todo esto acompañado de un débil sistema democrático y la ausencia de una real separación de poderes que agudizaron aún más los problemas ya existentes.
En estos momentos, el gobierno a través del poder legislativo, que alcanza un récord histórico en desaprobación popular, ha revertido los avances que en materia educativa que se habían logrado en los últimos años. Uno de ellos fue “la Ley de Reforma Magisterial” que trajo una serie de cambios para elevar el nivel de los docentes uno de los cuales en el cual el profesorado debería ser sometido a una sucesión de pruebas y evaluaciones para poder seguir ejerciendo y que tenía como propósito el lograr que todos los profesionales que se encarguen de educar a los menores estén aptos para el puesto.
Al mismo tiempo, la Reforma Universitaria también está siendo vulnerada dejando atrás los avances que se habían conseguido en materia de educación superior, recortando las atribuciones de la Superintendencia Nacional de Educación (Sunedu) y debilitando su sistema de acreditación universitaria para el licenciamiento de universidades y abriéndole las puertas a la creación de universidades sin una adecuada infraestructura y con una baja calidad educativa.
Todos estos retrocesos están siendo dirigidos, comprobadamente, por una suerte de mafias congresales muchas de ellas directamente vinculadas a los propietarios de institutos superiores y universidades de ínfima categoría, así como por sindicatos de profesores -la mayoría de ellos- reprobados en los exámenes de evaluación.
Parte de la solución, pienso yo, comienza por involucrarnos más y poner en práctica una actuación directa para finalmente lograr un incremento de la participación de la población organizada y de las instituciones legítimas comprometiéndonos todos en promover una educación de mejor nivel ejerciendo nuestra libertad, conviviendo y dialogando en una sociedad democrática, equitativa, igualitaria e inclusiva, que asegure la sostenibilidad ambiental y el respeto a la diversidad.
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