Cada 18 de diciembre, el Día Internacional del Migrante invita a mirar más allá de fronteras, discursos y estadísticas. Pero en Estados Unidos, bajo las políticas migratorias impulsadas por Donald Trump, esa conmemoración llega envuelta en una realidad incómoda: la migración se ha convertido, otra vez, en un terreno donde el control supera a la compasión y donde el miedo pesa más que los derechos.
Estados Unidos sigue siendo uno de los principales destinos migratorios del mundo. A inicios de 2025, más de 53 millones de personas nacidas en el extranjero vivían en el país, una cifra histórica que refleja décadas de movilidad impulsada por trabajo, reunificación familiar y huida de la violencia. Sin embargo, ese mismo país ha reforzado un enfoque que prioriza la expulsión y la disuasión sobre la integración.
Desde enero de 2025, la nueva etapa de la administración Trump ha endurecido las reglas. Una orden ejecutiva amplió las deportaciones aceleradas, debilitó las protecciones en ciudades santuario y reforzó el papel del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE).
El resultado ha sido tangible: más de 400 mil deportaciones en lo que va del año y alrededor de 1.6 millones de salidas “voluntarias”, impulsadas no por decisión libre, sino por el cerco institucional y el temor cotidiano.
Las detenciones también se dispararon. Entre enero y octubre, ICE arrestó a más de 220 mil personas, muchas de ellas sin antecedentes criminales. En la práctica, la frontera ya no es el único espacio de vigilancia: calles, centros de trabajo y vecindarios se han convertido en escenarios de redadas que alteran la vida diaria de comunidades enteras.
El impacto más profundo, sin embargo, no siempre aparece en los comunicados oficiales. Se manifiesta en aulas vacías y silencios forzados. Reportes recientes documentan un aumento del absentismo escolar entre niños de familias migrantes, cuyos padres temen que salir de casa implique no volver juntos. La política migratoria, diseñada en despachos lejanos, termina filtrándose en la infancia, la salud mental y la estabilidad emocional.
Paradójicamente, mientras se endurece el discurso, la migración irregular ha mostrado señales de descenso. En mayo de 2025, la Patrulla Fronteriza registró menos de nueve mil cruces irregulares en la frontera suroeste, una de las cifras más bajas en años. No es que la necesidad haya desaparecido; es que el costo humano de intentar migrar se ha vuelto más alto y más peligroso.
Aun así, la población indocumentada no ha dejado de crecer. Estudios del Pew Research Center estiman que 14 millones de personas viven hoy sin estatus migratorio regular en Estados Unidos, muchas de ellas integradas desde hace años al tejido económico y social del país. Son trabajadores agrícolas, cuidadores, empleados de la construcción, padres y madres de niños ciudadanos estadounidenses.
Frente a este escenario, las respuestas no han venido solo desde los gobiernos. En ciudades como Los Ángeles, Chicago y Nueva York, redes comunitarias han emergido para ofrecer asesoría legal, alimentos y acompañamiento ante redadas. Son gestos pequeños frente a un sistema enorme, pero recuerdan que la migración no es solo un fenómeno político: es una experiencia humana compartida.
El Día Internacional del Migrante no debería reducirse a una fecha simbólica ni a un recuento de números. Es una oportunidad para cuestionar qué tipo de sociedad se construye cuando la seguridad se impone a la dignidad, cuando la ley se aplica sin contexto y cuando el migrante deja de ser persona para convertirse en expediente.
Las cifras importan. Revelan tendencias, presiones y efectos. Pero los rostros importan más. Porque detrás de cada deportación hay una historia interrumpida, detrás de cada “salida voluntaria” hay una decisión forzada, y detrás de cada niño que falta a la escuela hay una política que decidió mirar hacia otro lado.
En tiempos de muros visibles e invisibles, recordar que migrar es un derecho humano —no una amenaza— sigue siendo, quizá, el acto más urgente de esta conmemoración.
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