Por Anna Lee Mraz Bartra. Península 360 Press [P360P]
Mi hermana tiene COVID. Es abrumadora la sensación de adrenalina que recorre el cuerpo cuando escuchas la noticia e inmediatamente piensas lo peor. La mente funciona así. La idea, una vez sembrada se propaga como el virus y piensas no sólo en lo peor que pudiera ocurrirle a tu hermana, sino tu sobrina, tu cuñado, su familia. El pánico, si lo permites, se apodera.
Todos hemos vivido el encierro constante y apremiante durante el último año y medio. La pérdida de empleos para muchos, el estrés de tener a tus hijos en clases a distancia y eso, sólo los afortunados que tienen ese privilegio, hay que decirlo.
La distancia lo empeora todo, hablar por teléfono o a través de la pantalla nunca sustituirá el abrazo, el olor de la persona.
Mi hermana me dice que ha perdido el olfato, le oigo la voz ronca y su respiración pronunciada. Ella y mi sobrina de 7 años se aislaron en su cuarto. Tememos por la chiquita. Mi cuñado se refugió en casa de sus padres mientras nos mantenemos todos atentos a la evolución de este virus que ha volcado al mundo de cabeza.
Pasan los días y, por suerte, mi hermana no presenta fiebre, no disminuye su oxigenación, y mi sobrina está perfectamente.
Gracias a Dios que existen las vacunas. Es gracias a la vacuna que no me pasó nada grave, que no contagié a mi hija, que mi esposo que tiene precondiciones graves tampoco se contagió. De verdad lo digo mil veces: si no me hubiera vacunado, otra historia estaríamos contando todos, remató conmovida Maiala Meza.