«No se puede vivir siempre de homicidios y violencia (…)
No es el odio el que hablará mañana, sino la justicia basada en la memoria».
‒ Albert Camus. Crónicas
Cada día, desde tiempos inmemoriales, el sol se asoma tras los Andes. Sus potentes rayos han calentado e insuflado ánimos a generaciones de peruanos. A la actual, le enciende su mirada con el brillo de la resistencia que ardió el 7 de diciembre de 2022.
Los macizos de nieves perpetuas han sido mudos testigos -desde ese día- del despertar y actuar de la bestia que parecía dormida porque actuaba soterradamente pero que ahora se ha desenmascarado: la represión.
Esa represión que abrió los ojos cuando Pedro Castillo fue destituido -vacado en los términos legales peruanos- por un Congreso derechista aliado con la vicepresidenta, Dina Bolauarte.
Boluarte, hoy presidenta del Perú, ha desempolvado el manual de los Golpes de Estado. Tomó el poder no por la vía del voto sino por acuerdos cupulares. La decisión insufló la rebelión en los corazones de un pueblo que siempre está listo para tomar las calles y protestar -una vez más- contra la imposición.
La presidencia de Boluarte se sostiene en un poder incendiario e inestable: las armas.
A las demandas de un pueblo hastiado del ninguneo y la indolencia del centro respondió con violencia, armas y balas. Su sed de legitimidad se sacia con la sangre regada en las calles.
Si bien la molestia corrió por todo el país, la rebelión permeó más al sur: miles tomaron las calles en repudió de la administración de la chalhuanquina y el Congreso, por los que no se sienten representados.
A las demandas de la renuncia de la presidenta, el cierre del Congreso, el adelanto de elecciones generales, llamado a un Constituyente que redacte una nueva Carta Magna la respuesta oficial en más de tres meses es la represión.
La violencia actual reabrió la herida no cicatrizada del conflicto interno entre el Partido Comunista del Perú ‒Sendero Luminoso‒ y el Estado.
Si bien el choque concluyó en 1992, no tuvo una solución política que llevara a la reconciliación nacional. Las heridas no han dejado de supurar y están muy lejos de cerrar.
Por los pendientes de la guerra local el Estado se acostumbró a responder a la protesta con el exterminio. Asume al pueblo como enemigo interno por lo que la respuesta actual no sorprende: persecución, judicialización, amenazas, campañas de desprestigio, golpes y balas.
Dina Boluarte, la primera mandataria peruana, ha inscrito su nombre en la historia nacional con tinta sangre.
Es por ello que, en conjunto con el fotoperiodista Manuel Ortiz, este próximo viernes 17 de marzo, presentaremos «#PerúResiste» una exposición fotográfica itinerante en punto de las 19:00 horas en el restaurante TierrAdentro CDMX, el cual se ubica en la calle de Milán número 22 en la colonia Juárez de la Delegación Cuauhtémoc.
Está exposición incluirá retratos y testimonios inéditos de víctimas de comunidades indígenas afectadas por el Estado peruano.
Al momento de la publicación de esta exposición, al menos mil 200 personas habrán sido heridas y 52 asesinadas, de acuerdo a la Defensoría del Pueblo. Los datos distan de ser exactos debido al miedo de familiares y activistas que los ha empujado a guardar silencio ante la brutalidad del Estado y que no han denunciado otros asesinatos y heridas.
Su miedo no es paranoia. Cientos de heridos por la policía y la milicia durante las protestas no fueron atendidos tras caer, incluso han sido perseguidos por la Fiscalía hasta en los nosocomios donde siniestro personal los busca para que firmen hojas en blanco.
Esta exposición es apenas un viso a lo que viven diariamente miles de peruanos que luchan por sus derechos y libertad. Presentamos lo que han padecido los habitantes de Juliaca -centro económico de Puno- al sur de Perú.
La carne de jóvenes, trabajadores, adolescentes e incluso niños pequeños ha sido lacerada por los tiros del Estado que ha hecho oídos sordos a la petición de diálogo y prefiere calificar a los manifestantes de «terrorista» o «violentista» y, por tanto, se les reprime.
Estos retratos son de víctimas indirectas. Llevan en sus manos las fotografías de un familiar asesinado o herido.
La expresión de sus rostros morenos habla en silencio de sueños truncados, rabia agolpada en la garganta y la impotencia ante la revictimización a la que los somete el Estado de Boluarte.
Pese a esto la determinación de exigir justicia no desaparece de la luz de sus miradas, dirigidas a los perpetradores de los crímenes: policías, militares y sus superiores, esos que, aunque no empuñaron las armas, dieron las órdenes del exterminio.
Los ojos de los retratados denuncian el rechazo a las élites que nació mucho antes de 2022; se remonta a la independencia y colonización del Perú.
El desprecio a los campesinos, a los indígenas, a los pobres y a los trabajadores, es la brújula de las élites peruanas que dirigen a los medios de comunicación hegemónicos que promueven un relato cargado de racismo y odio de clase contra los movilizados.
Este trabajo, que se expone en línea y de manera presencial en CDMX, Bogotá, Colombia; San Francisco, California; las ciudades de Redwood City y East Palo Alto en California; Nueva York y Washington en EE. UU., forma parte de las actividades de monitoreo y documentación de las actuales violaciones de derechos humanos en Perú, que realizan las organizaciones Global Exchange y Social Focus, en colaboración con medios y organizaciones aliadas como Península 360 Press, Rompeviento TV, Periodistas Unidos y el Centro de Estudios Socio jurídicos Latinoamericanos ‒CESJUL‒.
Al corte, una salida política pacífica no se vislumbra en el horizonte. Los oídos sordos y los ojos que no ven del Estado convocan cada semana a la población a protestar por el piso mínimo a lo que tienen derecho: justicia para los asesinados y participación política en la toma de decisiones.
La pregunta al gobierno de Perú -que extenderíamos a otros gobiernos de Latinoamérica donde la violencia del Estado contra el pueblo, crece día a día- es: ¿Qué cosechará un país que siembra muertos?
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