En estos momentos el Perú está viviendo un tiempo de profundo enfrentamiento, de masiva disconformidad y polarización y si en algo podemos estar de acuerdo los peruanos es que estamos en una época de creciente desconcierto.
Soy inmigrante desde siempre y lo seguiré siendo. Mi padre emigró desde China a Perú y ya cuando la familia estaba echando raíces yo comencé nuevamente.
Las razones por las que una persona decide salir de su país pueden ser diversas, pero siempre están motivadas por un común denominador: la búsqueda de «algo» que no te puede brindar tu país de origen.
En el Perú viví copiando los anti-valores de mi entorno, mimetizado con el medio y con algunos chispazos solidarios buscando infructuosamente respuestas en la religión o en la política.
Pero algo no andaba bien y no sabía que era.
Recién cuando salí de mi país ‒de eso ya más de veinte años‒ me fui dando cuenta de muchas cosas, recién pude percibir que más allá del racismo escondido ‒paradójicamente los peruanos nos queremos enorgullecer auténticamente por ser «un crisol de razas»‒ la mayoría de los peruanos no tenemos una real conciencia de pertenencia, ese sentimiento de integración a una comunidad, una tarea muy difícil si reducimos el «ser peruano» solamente a una abstracción socio-política y cultural, adherida a un espacio geográfico que es el Perú.
Como bien lo diría el psicólogo Jorge Yamamoto, [el peruano] «no es muy comprometido con la sociedad salvo que haya un partido de fútbol. Vela por sus intereses, por los de su familia y, de vez en cuando, por los de sus amigos. El concepto de patria y deberes sobre la patria es relativamente bajo».
Más aún, «En el Perú no existe la conciencia de la norma. No estamos atentos a la ley para cumplirla. […] vemos lo que todo el mundo hace. Si todo el mundo hace cochinadas y temas de corrupción, le ofrecen una ventaja oscura y le dicen eso es lo que todos hacen, «ah, me apunto”». Nunca más de acuerdo con Jorge.
Un amigo, también inmigrante, me dijo que él concebía la idea del orgullo patrio como la prolongación del sentimiento del orgullo familiar ‒con sus respectivas ovejas negras‒ donde la nostalgia se encarga de opacar y almibarar a los sucesos reales.
Y es que resulta baladí sentirse orgulloso de nuestra comida, de nuestro folklore y tradiciones, cuando no podemos tener ni la más remota actitud de cambio que nos guíe hacia valores y principios con los que podamos construir una nación con fe en su destino y con una identidad ‒más allá de los cánones occidentales‒ que se reconozca con algo más que con un buen ceviche.
Pablo Lock.
Papá, inmigrante consuetudinario, con estudios en Lingüística y Literatura en la Universidad Católica de Lima (jamás aprovechados) y casi siempre agotado.
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