Todavía tenemos una deuda con la historia de las utopías construidas en México. En realidad, en cualquier rincón de este mundo tan orillado a pensar que no es posible vivir mejor. Vivir bien. No hablo de la valoración de estas utopías o de sus resultados con el paso del tiempo, nunca he sido juez ni pretendo serlo. Hablo del proceso de creación ‒o lo que en otros códigos es la producción‒ de los sueños sobre la Tierra.
Hacen falta aún las historias de las tierras en donde se sembraron sueños.
Mi colega Alejandro Ruiz y yo estábamos tras las pistas de una sequía inminente –tal vez ya existente– en el valle de Mexicali, en los límites entre Baja California y Sonora. Una tierra hermosa que nos recibía amablemente, con menos calor del que todo mundo nos anunció y advirtió. Luego de pasar unos días de ajetreo en Tijuana, este lugar resultaba esplendoroso, nuevo en muchos sentidos.
Fue gracias a un amigo geógrafo que pudimos contactar a algunos agricultores que han pasado buena parte de su vida dedicados a la tierra. Hacer crecer algodón, trigo, alfalfa, en medio del desierto, no es cosa menor, pienso mucho en lo que para les nahuas de hace muchos siglos significaba ver crecer de las piedras más secas una suerte de flor y fruto. La posibilidad de la vida en el rincón más inhóspito. Hoy nos parece normal ver los nopales por doquier, pero si nos detenemos a pensar que esta planta crece también en las piedras, tal vez se acerquen a sentir lo que sentí al ver a los tres señores de tejana o gorra, con aquellas manos gruesas fruto del trabajo campesino.
Eran la materialización del sol en este pequeño rincón del desierto.
«Yo nací aquí, en el ejido Durango, pero mi familia es de un rancho, allá por La Piedad, en Michoacán. Mi papá, mi abuelo y mis tíos eran de por allá», comienza diciendo don Gustavo Melgoza, mientras nos sentamos a comer en un restaurante en donde la especialidad son las flautas. «Mi mamá era del valle del Yaqui, en Sonora, acá conoció a mi papá y formaron la familia».
Luego de que su abuelo, Tranquilino Melgoza, llegara al Valle de Mexicali, buen campesino, empezó a buscarse la vida para tratar de conseguir unas tierras y conseguir maquinaria agrícola para rentarla. Fue así que se asentaron en pleno auge del algodón, allá por la década del 50 y del 60.
México era otro, tal vez –sin entrar en falsas nostalgias o romantizaciones–, aquel momento fue el fin del interés en fortalecer un país agrícola. La falsa idea del progreso industrial cegó a toda la clase política, sobre todo el aumento de las ganancias que se obtenían del «progreso nacional». También la corrupción cambió, se especializó más, afinó su puntería.
Tranquilino, aquel michoacano del que habla su nieto con orgullo, creyó que en su estado natal no avanzaría mucho, o que su rancho terminaría en disputas familiares o algún otro infortunio. No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que, durante los años 30 del siglo XX, el general Lázaro Cárdenas, promovió y personalmente supervisó la expropiación de tierras, la construcción de ejidos y distritos de riego en lugares tan alejados del centro del país, como Mexicali. Sabemos que se creó el ejido Michoacán de Ocampo y que hoy en día es uno de los más organizados y en donde los helados y nieves se llaman Janitzio.
Sabemos que, en este ejido, por ejemplo, se erige en calma un museo comunitario que lleva a cabo el nombre del proceso político que lo formó: el asalto a las tierras. Porque, ¿qué es un país sino la lucha por sus tierras?
En su artículo, El reparto agrario en el valle de Mexicali, el ejido colectivo y la integración del territorio: una utopía cardenista, nuestro amigo geógrafo cachanilla, Iván Martínez, asegura que «la recuperación de más de cien mil hectáreas ‒en aquel entonces en posesión de la Colorado River Land Company‒ y su posterior reparto no sólo significó un acto de justicia social para los campesinos solicitantes de tierras en aquel próspero valle, sino fue parte del proyecto revolucionario cardenista para recuperar la soberanía nacional, impulsar la colectivización de la tierra e integrar la totalidad del territorio mexicano».
De este proceso viene también la historia de don Tranquilino y de su familia hasta llegar a su nieto don Gustavo, quien en este día caluroso ‒aunque no en exceso, hay que decirlo‒ nos dio santo y seña de los principales detalles que conforman el robo del agua, la corrupción que le acompaña y la necesidad de organizarse y luchar por este recurso natural.
En su ánimo agitado, sus gestos al hablar y la fuerza de su voz fue posible entrar en contacto con el espíritu de la defensa del territorio, no sólo porque el mundo agrícola es su sustento sino porque defender la agricultura es también defender la vida.
«Más o menos por 1976 –concluye don Gustavo– la familia regresó a Michoacán, fuimos a ver si algo quedaba del rancho de mi abuelo, y nos encontramos con un lugar muy bonito, la gente con la que convivimos siempre nos atendió bien y nunca nos faltó de comer. Es muy bonito saber dónde tiene uno sus raíces».
Heriberto Paredes Coronel (Tlaxcala, 1983), fotógrafo y periodista independiente mexicano, dedicado a documentar procesos organizativos en comunidades indígenas y campesinas, búsqueda de personas desaparecidas y temas medioambientales en México. Actualmente explora formatos como el documental y el podcast sin abandonar la fotografía y el texto, en donde explora nuevas rutas narrativas. Ha colaborado con medios de comunicación nacionales e internacionales, ha dirigido cortos documentales y actualmente está en la fase de desarrollo de un largo documental así como en la escritura de un libro que reúne más de una década de trabajo en la costa michoacana. Vive en Pátzcuaro, Michoacán. Twitter @BSaurio Instagram @el_beto_paredes.
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