Por Ingrid Sánchez. Video: Candy Sotomayor.
«No, no, no estamos satisfechos y no estaremos satisfechos
hasta que la justicia corra como las aguas y la rectitud
como un impetuoso torrente».
‒Martin Luther King Jr.
«Rechazo el uso de la violencia y el intento de asalto del Congreso y la presidencia en Brasil. Mi solidaridad con Lula da Silva y el pueblo brasileño ante esta embestida intolerante de quienes buscan imponer su visión política, sin respetar la ley y las instituciones democráticas».
Escribió Dina Boluarte presidenta del Perú en su cuenta de Twitter ‒@DinaErcilla‒ momentos después de que bolsonaristas -de derecha- tomaban la sede de los poderes brasileños el 8 de enero, mientras que en su tierra corría la sangre de manifestantes, «terruqueros» para ella, su gobierno y las actuales élites peruanas.
A 41 días de que Boluarte asumiera el Poder Ejecutivo en sustitución de Pedro Castillo -a quien se le señala de «auto golpe de Estado»-, la chalhuanquina de 60 años tiene en su haber el deceso de 49 de sus compatriotas, casi uno por día como saldo de la violenta respuesta del Estado a las manifestaciones en su contra.
Es la mayor crisis política en la nación andina de los últimos 30 años.
Mientras los militares disparan balas, perdigones y bombas de gas lacrimógeno, los medios locales bombardean el espectro con el epíteto de «terruqueo» -como se les llama a todos los inconformes con el gobierno- en cada oportunidad.
Es una guerra en varios frentes, los anteriores y uno más: la persecución política de los dirigentes sociales más conocidos.
Atentan contra la «tranquilidad pública»
Como si el actual Estado hubiera vuelto tres décadas atrás, los líderes populares son asesinados, secuestrados; arrebatados de su tierra son llevados a las instalaciones de la «Dircote» ‒Dirección Contra el Terrorismo‒ nombre que estremece a quienes lo mencionan.
Es el caso de Rocío Leandro Melgar, Stefany Alanya Chumbes, Fernando Quinto, Piero Giles, Alejando Manay, Yuliza Gómez y Alex Gómez, dirigentes universitarios que fueron detenidos en estos álgidos días.
El desprestigio no distingue género. Así lo vive Rocío Leandro de quien no hay día en que los encabezados la señalen y criminalicen por dirigir el Frente de Defensa de Ayacucho ‒Fredepa‒ y haber pisado la cárcel por su militancia política, como explica a Península 360 Press:
«He estado vinculada por otros hechos, pero a lo cual no ha quedado claro; he sido sentenciada y cumplido los años dictados. He recuperado mi derecho como todo ciudadano y he limpiado mis documentos y he hecho los trámites para no tener antecedentes».
El 12 de enero Leandro fue detenida en la sede del Fredepa ‒Huamanga, Ayacucho‒ y trasladada a la comisaría local, pero ante la presión de los ayacuchanos fue enviada a «Los Cabitos» siniestro cuartel en la que se han localizados cientos de restos de las víctimas de la represión militar entre 1980 y 1990.
Leandro, y los dirigentes universitarios fueron golpeados tras su detención -acusan los pobladores de Ayacucho- y en medio de la noche, el Ejército los traslado vía aérea a la Dircote en Lima.
Los siete son acusados de delitos «contra la tranquilidad pública» y «pertenencia a una organización terrorista».
Son señalados de azuzar a los ayucuchanos el 15 de diciembre para tomar el Aeropuerto Coronel Alfredo Mendívil Duarte. La toma provocó una intensa reacción de los militares que se saldó con 10 vidas.
Ese día lo que comenzó como una movilización pacífica en el centro histórico de Huamanga -capital de Ayacucho- devino en furia popular conforme se conocían los hechos represivos del Estado en otros puntos, como Andahuaylas.
Las organizaciones sociales de esa región convocaron a los ayacuchanos a bloquear la salida de vuelos del Alfredo Mendívil Duarte bajo la sospecha de que el gobierno de Boluarte enviaría más tropas a Andahuaylas vía Ayacucho.
Pese a lo complicado y peligroso de los hechos, la Fredepa llamó a la calma, a que la furia popular se detuviera momentáneamente:
«Durante un momento que estuvimos nosotros protegiéndonos porque en ese momento cualquiera pudo morir, inclusive nosotros. Sino que nosotros tratamos de proteger, organizarnos para llamar a la población y lo que queríamos era que se detenga ya la balacera y dijimos “¡Alto! ¡Alto!”, decíamos y no nos escuchaban porque lo que queríamos era trasladar a los heridos hacia la zona donde estaba ambulancia, pero ¿acaso les ha interesado?».
Comparte Stefany Alanya, la vicepresidenta del Frente de Defensa de Ayacucho, cuyo testimonio es diametralmente opuesto a los dichos del Estado que señalan al Frente de incendiar los ánimos ese día de diciembre; ellos llamaron a la retirada y no a enfrentar la represión ya desatada.
Testigos del 15 de diciembre refieren que los manifestantes tomaron pacíficamente la terminal mientras los uniformados se replegaban a un extremo de la pista, ante lo cual el grupo avanzó más. Momentos después el Ejército arremetió contra los civiles desarmados.
La respuesta castrense fue peor de la esperada y terminó en masacre. A las piedras de los civiles, el Gobierno respondió con municiones, perdigones y gas lacrimógeno por tierra y aire; el Fredepa ha denunciado que hubo policías infiltrados que reventaron la protesta.
En el caos, los manifestantes se desperdigaron por las calles aledañas del aeropuerto. De nada les sirvió. Los militares abrieron fuego -sin miramientos- contra los ayacuchanos y de todo aquel que se cruzó en su camino.
Las heridas son prueba de la represión: la mayoría en la cabeza o tórax, tanto de los heridos como de los caídos.
José Luis Aguilar Yucra fue una de las «víctimas colaterales» -eufemismo militar para referirse a quienes sufren su violencia sin ser el objetivo-. Él era un trabajador en una fábrica local.
El joven volvía a casa cuando se topó con la represión. En un cruce de calles recibió un tiro en la cabeza. Un samaritano lo alejó de la línea de fuego, pero fue insuficiente: se desangró en minutos junto a un poste en el que su familia busca construir un nicho para recordarlo.
La angustia por saber la suerte de los 10 caídos se volvió colera que se desbordó en contra del Ejército al día siguiente -16 de diciembre- cuando los pobladores quemaron edificios gubernamentales y las instalaciones de Telefónica Movistar, uno de los principales monopolios de comunicación en Perú.
«Se ha desbordado la situación (…) los principales responsables son quienes mandan en este país. El Estado peruano y esta clase. Que quede claro porque la CONFIEP, los grandes empresarios, esta clase burguesa corrupta, son quienes han estado en Odebrecht, Lava Jato, ellos son quienes usan estos medios de comunicación y ahora que no les conviene que salga esta señora, Dina Boluarte, prácticamente han querido infundir y que quede en la población que ha habido vandalismo y no es así. No es así. Nosotros lo rechazamos tajantemente».
Subrayaba Stefany -vicepresidenta del Frente- días antes de ser detenida y enviada a la Dircote. En su testimonio rechazaba tajantemente los señalamientos del Estado de que son «terruqueros».
Balas para todos, hasta para quienes ayudaron…
A las protestas de esas 48 horas se sumaron ciudadanos de toda índole desde trabajadores como José Luis Yucra, que laboraba en la empresa de gaseosas, Ñor Kola; o estudiantes de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga ‒UNSCH‒, como Alex Ávila quien contemplaba la represión militar desde su casa pero que decidió salir a apoyar a quienes eran violentados por los uniformados.
Ávila describe esos momentos como de «guerra» contra civiles desarmados. Al observar cómo las nubes de gas se hacían más densas en las calles, bajo de su techo y salió y -en el momento en que auxiliaba a un herido- su carne fue mancillada por el Estado:
«Y ahí justo me paro, estaba comenzando a gritar porque verlo ahí… y comencé a gritar y justo de la nada comienzan a dispararnos y ¡Pum!, sentí que mi brazo estaba roto. Y cuando me di cuenta de que estaban corriendo como para agarrarnos a todos los que estábamos heridos, comencé a correr ahí».
Explica Alex y mientras muestra su herida, continúa:
«Me ha rozado el pecho, acá había como una quemadura y acá había herida y acá estaba saliendo algo como grasa, se quería salir todo. Y de acá sí estaba el huecazo y todos me decían “Es un milagro que no te haya llegado a tu hueso y te hubieran amputado”, otro milagro que era el corazón, y varios han muerto así con bala en el pecho, otros en la cabeza».
Pese a sus lesiones el joven siguió su carrera, el instinto le decía que los militares no lo auxiliarían, sino todo lo contrario.
La persecución contra los «enemigos de la tranquilidad pública» continúo hasta el hospital a donde llegaron policías a pedir datos personales de los heridos quienes no lo hicieron -gracias a la recomendación del personal sanitario- ante el riesgo de que se les fabricaran delitos.
«¿Dónde estás, papi?»
Alex no fue el único al que las balas lo alcanzaron por ayudar. En redes sociales se viralizó el caso de Edgar Prado, un joven a quien la balacera lo alcanzó a la vuelta del trabajo.
En un clip que circula en la red se le observa acercarse a un cuerpo tendido a unos 60 pasos de su hogar, y mientras se agacha para apoyarlo, cae fulminado por una bala.
«Lo último que hice fue llamar a mi papá y le dije “¿Dónde estás, papi?” y él me dijo “estoy en la esquina, están disparando los militares sin conciencia, están de frente disparando, no vengas hija, quédate, ándate a la casa”, y dije “Ya, papi, cuídate tú también”, Y mi papá me dice: “Ya, hija, chau” y me corta la llamada. A mi papá le habían disparado en el tórax».
Así narró -entre lágrimas- Sheila ‒17 años‒ la última conversación que tuvo con su padre antes de su muerte.
Con dolor y convicción siempre responde lo mismo cuando se le pregunta sobre el deceso de su papá:
«Yo quiero encontrar justicia para mi papá, su muerte no puede quedar así».
Su exigencia la comparten las familias de los asesinados y heridos; la exigencia e indignación se tornó en organización: apenas despuntaba este 2023 se conformó la Asociación de Familiares de Asesinados y Heridos del 15 de diciembre, un colectivo que busca justicia al demandar al Estado.
Ante el horror de la bota del Ejército, los ayacuchanos de todas las edades responden como mejor saben hacer: con organización.
Ayuda oficial
Al momento de publicarse este texto, el Estado -según testimonios- no se ha acercado ni a los deudos ni los heridos para apoyarlos, aunque a la prensa ha difundido que se les haría llegar recursos económicos.
Mientras, el Ministerio de Salud de Perú ‒@Minsa_Peru‒ difunde un video en el que se lee:
«Sólo queremos ayudar. Alguien nos necesita. #DamePase. Nosotros salvamos vidas».
La presidenta Boluarte le dio retuit.
Puedes ver el video con entrevistas en el canal de YouTube de Península 360 Press.
Esta nota se realizó con el apoyo de la organización Global Exchange en colaboración con Península 360 Press.
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