Cristian Carlos.
Talcott Parsons es un sociólogo estadounidense perteneciente a la corriente del estructuralismo. Él dice que la «diferenciación» es el proceso de cambio más común en sociedades como la nuestra: el capitalismo tardío. Propuso que nuestra sociedad está unida por sistemas que trabajan entre sí para hacer posible nuestra existencia según nuestras necesidades.
Recientemente, Facebook anunció el cambio del nombre de la compañía a Meta, esto responde, según su director general, Mark Zuckerberg, en la creación de un metaverso o una realidad alterna. Ahora, la empresa Meta está encargada de las operaciones de Facebook –se mantiene el nombre de la principal red social que nació en la segunda mitad de la década de los 2000–; posteriormente, Facebook adquirió Instagram, la red social visual de fotos instantáneas y videos cortos.
WhatsApp comenzó a operar como una vía de comunicación alterna al SMS –mensajes cortos vía celular– y que hizo competencia hasta desbancar al servicio de mensajería de Blackberry. Al principio, WhatsApp estuvo disponible para todos los dispositivos que contaran con una conexión a Internet, fueran datos móviles o conectándose a una red local; posteriormente, WhatsApp restringió su acceso únicamente a dispositivos con capacidad de enviar mensajes SMS y se abrió a diferentes sistemas operativos, entre ellos, Android y los difuntos Symbian y webOS.
De repente, la aplicación Facebook se encontraba instalada de forma predeterminada en teléfonos inteligentes de cualquier sistema operativo –exceptuando iOS– sin posibilidad de desinstalarla, práctica que sigue siendo común en Android.
De hecho, Mark Zuckerberg lanzó un teléfono inteligente con Facebook como aplicación central del sistema operativo de la mano de HTC en 2013 llamado HTC First; sin embargo, el gusto duró muy poco al encontrar que tener Facebook como base de comunicación, recopilando y enviando datos completos del usuario no pareció buena idea entre los consumidores.
Aún recuerdo cuando Instagram abrió su mercado y dejó de ser una aplicación exclusiva en la App Store de Apple y que sólo podían acceder los usuarios de iPhone. De repente, una red social se sumó a la lista de redes sociales que mostraba contenido gráfico en masa como YouTube y la difunta Vine –de Twitter–. Facebook sacrificó la calidad del contenido que le proporcionaban las cámaras de los iPhone y abrió pronto su aplicación para Android, con lo cual, millones de personas, de un día para otro, pudieron unirse y compartir fotos de cámaras menos privilegiadas, lo que mermó la calidad del contenido.
Posteriormente, vivimos el auge de la realidad aumentada y la realidad virtual cuando fue posible transmitir gran cantidad de datos a través de la masificación de la fibra óptica. Ahora, cualquier persona con el poder computacional suficiente, podía experimentar mundos virtuales desde la comodidad de, prácticamente, cualquier sitio. El proyecto Oculus, ahora de Facebook, fue creado en 2014 y adquirido por Mark Zuckerberg dos años después.
Y, de repente, sin darnos cuenta, Facebook es casi sinónimo de la existencia de las personas en Internet. Quien esté libre de Facebook, que tire la primera piedra.
Ni siquiera Talcott Parsons pudo prever que se necesitaría aplicar su teoría de la acción para diferentes universos. Sin embargo –y sin querer–, Parsons también propuso la vía para terminar con el plan perverso de Mark Zuckerberg que, quizá, Apple con sus recientes medidas de privacidad, descubrió antes de que el dueño de la red social tuviera, siquiera, la oportunidad de consolidarse como la hiperempresa tipo Buy-N-Large que pintó Pixar en 2008 y que acabó con la existencia de vida en la Tierra. Zuckerberg, para nuestra fortuna, sólo pudo consolidar el nombre.
Facebook es la ciudad virtual en la que las personas, diría la Sociología, resuelven su cotidianidad, se comunican, se vuelven seres sociales e interactúan con personas de diferentes sociedades ultramodernas con necesidades esenciales de la posverdad. Para muchos, Facebook sustituyó los diarios, los libros, los álbumes de fotos, las reuniones, las conversaciones –vía Messenger–, la cartera, los centros comerciales y las citas personales.
Instagram sustituyó la televisión tradicional, las personas prefirieron, entonces, informarse vía fotos y videos cortos. La gente ya no tiene tiempo para detenerse a ver un programa dominical en vivo de cuatro horas si un creador de contenido es capaz de explicar la realidad en 12 segundos.
Ya nadie se acuerda del teléfono de línea y, mucho menos, de las páginas amarillas. Si se requiere de una comunicación más directa, Facebook lo resolvió el día que integró las llamadas de voz con sonido de alta fidelidad a WhatsApp. El distanciamiento social que provocó la pandemia por COVID-19 se soportó gracias a las videollamadas en alta definición que podían hacerse vía Messenger y WhatsApp. Las celebridades dieron sus conciertos vía Instagram o en directos de Facebook y, de repente, la política, la economía y el gobierno se comunicaron con etiquetas o hashtags para recobrar el sentido humano que habían perdido: #MeToo, #StaySafe, #Vacúnate.
Las personas trasladaron el activismo al sillón –lo que mucho temió el activismo de verdad–; nos alejamos las actividades sociales en persona por supervivencia y trasladamos toda nuestra vida a lo digital, a lo binario, a lo cifrado, a lo almacenado a la nube. Pasamos a decodificar nuestras palabras, nuestros pensamientos y nuestra imagen a procesamiento computacional y gráfico… y eso es lo que quiere lograr Mark Zuckerberg con Meta. Un metaverso en donde todas nuestras necesidades queden cubiertas por una sola empresa que lucra con la privacidad de las personas pues, en tanto se use Facebook, la persona no sólo renuncia a su voluntad –como se hace en una democracia–, sino a su privacidad y, con ello, el último ápice de personalidad y originalidad que le resta a nuestro individuo.
Si bien la unificación de nuestra vida cotidiana se reduce a un solo nombre, Parsons diría que vamos en el camino correcto, a final de cuentas, el metaverso es una forma más en que evoluciona nuestra sociedad moderna –la mentada diferenciación–; pero en la diferenciación, siendo la misma arma que tiene Meta, de Mark Zuckerberg, contra nosotros es el arma conque se habrá de destruir la utopía informática.
Para Parsons, un sistema –en este caso, Meta– está compuesto por subsistemas –entiéndase la división entre Facebook, WhatsApp, Instagram y Oculus–; los cuales, se sostienen por la existencia de cada uno. Meta, en este caso, confía en que, para mantener operando Facebook, tiene que estar operando WhatsApp, Instagram y, en menor medida –pero no menos importante– Oculus… todo al mismo tiempo, o la falta de uno de estos, arruinaría el metaverso, sin contar, por supuesto, la próxima empresa que se quiera añadir al grupo que seguramente encontrará otra forma de saciar una necesidad digital que exigen las sociedades modernas.
Sin embargo, recordemos que esto sucedió recientemente y eso es a lo que le tiene miedo el concepto de metaverso –y a Mark Zuckerberg, dicho sea de paso–: Facebook colapsó y dejó de existir y, con ello, le desencadenó la falta del resto el día en que experimentamos una versión muy corta del apocalipsis digital: el día en que cayó el metaverso y Facebook dejó de existir.
Para este punto, sería muy fácil proponer que la gente deje de utilizar los servicios que ofrece Meta, pero este escenario cada vez es menos improbable siendo que lo único que avanza a pasos agigantados son las tecnologías de la comunicación. El arma más reciente que tiene Zuckerberg para seducir al usuario internauta y consolidar –sin marcha atrás– el metaverso es la realidad virtual, Oculus, específicamente.
Una vez que se logre el objetivo de que todas las personas puedan acceder a unas gafas de realidad aumentada, no habría necesidad de volver al mundo real si se pueden saciar todas las necesidades –exceptuando las fisiológicas– de manera gratuita y tan al instante como es recibir un mensaje de texto.
¿Aún hay tiempo para deshacer el metaverso que nos propone Mark Zuckerberg? Definitivamente. El individuo puede vivir sanamente en el plano real y virtual saludablemente. Facebook es tan nocivo en lo digital como la Coca-Cola lo es en nuestra realidad. Sabemos que hay alternativas a la Coca-Cola, al cigarrillo tabaco, al alcohol –y un largo etcétera–.
Podrán existir las personas con autocuidado físico riguroso; sin embargo, eso no los excluye de la chatarra digital: personas adictas a generar contenido –hablando sobre autocuidado, irónicamente–, ponerlo a disposición para, dirían los usuarios de Reddit «ganar puntos de Internet» y consumirlo por petabytes al mes. Contenido vacío, de consumo fácil, rápido y listo para llevar igual que la comida chatarra.
Lo que faltó a Parsons fue explorar la posibilidad de que pueden coexisitir sistemas de la misma jerarquía que el metaverso; sin duda, la sociedad se encamina sin remedio hacia él, pero, por fortuna, podemos elegir –con el poco libre albedrío que nos queda– en qué metaverso queremos vivir: uno controlado por un mismo nombre sin privacidad ni personalidad, o uno en el que aún podamos mantener nuestra privacidad –como los servicios de Apple– y podamos echar mano de herramientas digitales más descentralizadas, democráticas y, sobre todo, sanas.
Eso si es que un gobierno no se plantea crear antes su propio metaverso.