domingo, diciembre 22, 2024

Víctor

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Puedo decir que trabajé en diferentes oficios a lo largo de mi vida. Tuve trabajos diferentes, hice cosas disímiles, fui el que mandaba y también estuve en el escalón más bajo de la jerarquía laboral, todos los empleos me dejaron algo especial y escribieron un capítulo importante en el libro de mi vida. Mi primer trabajo, aunque no me ayudó mucho en mejorar mi experiencia laboral, si me dejó momentos imborrables.

Mi primer trabajo consistió en limpiar los vidrios de la sastrería de mi papá. 

Sastrería Loli fue el negocio que nos proveyó de toda la seguridad económica que tuvo la familia. Quedaba a media cuadra de la Plaza Mayor de Lima, a una cuadra del Palacio de Gobierno y de la Catedral de Lima, y solo a un paso de la Municipalidad de Lima. Por su ubicación mi padre pudo atender a presidentes, políticos y gente «importante» de la escena local. 

El negocio fue muy fructífero mientras duró la moda de vestir ternos cotidianamente y sobre todo cuando estos se usaban para casi toda ocasión. Aunque mi padre no participaba directamente en la hechura de los ternos ejercía otro tipo de actividades como tomar las medidas, distribuir el trabajo, comprar los cortes de tela y demás suministros que se necesitaban para la confección. 

En lo concerniente a mi trabajo, yo, después de un rápido entrenamiento por parte de mi padre, empecé con el oficio sabatino que consistía en limpiar, una por una, las vitrinas de la tienda donde se exhibían combinaciones de camisas y corbatas, gemelos para las mangas de camisas, accesorios y artículos de tocador, además de los mostradores la tienda tenía otras dos vitrinas grandes donde mi hermano nos demostraba su buen gusto en la decoración con sus conjuntos de chompas, camisas y pantalones perfectamente coordinados. 

A mí, las lunas que más me gustaba limpiar eran las del gran ventanal que daba hacia los portales de la Plaza de Armas, allí tenía que treparme y limpiar con el líquido especial ‒aún recuerdo su olor‒ y un trapito beige que, al llegar a ese punto después de casi terminar con todo mi trabajo, solía estar completamente mojado, al pie de ese ventanal era donde, al finalizar mi jornada, extraía de uno de los bolsillos de mis pantalones, dos carritos para comenzar con mi break jugando en solitario. 

A pocos metros del ventanal se instalaban, casi siempre, dos o tres vendedores ambulantes que ofrecían alfajores, lapiceros y papel sello sexto para los trámites en la municipalidad y golosinas acompañados de los clásicos lustrabotas. 

Durante uno de mis juegos me percaté de la mirada insistente de la señora que vendía alfajores que sonriente me observaba sentada en su pequeño banquito donde con su bandeja en las rodillas solía ofrecer sus dulces. Tengo un hijo como de tu edad, me dijo. ¿Cuántos años tienes niño? ¿Cómo te llamas hijito? siguió preguntando sin dejar de sonreír, lo voy a traer el otro sábado para que jueguen. 

No piensen que me olvidé de la promesa de Carmen ‒así creo que se llamaba‒ y esperé ese sábado con mucha inquietud, ese día limpié los vidrios mucho más rápido que de costumbre para poder salir a limpiar el ventanal lo antes posible.

Me saludó cortésmente diciendo: me llamo Víctor ¿y tú? Me estiró su mano, era la primera vez que alguien se me presentaba con tanta formalidad. Me llamo Pablo, tengo seis, dije, él sonrió. 

Víctor era un niño de una mirada vivaz, sus gestos delataban una propensión a la actividad intensa, de cabellos lacios negros cortados casi al rape, de piel amarronada ‒alguna vez me dijo: somos casi del mismo color‒ vestía una camisita de cuadros y jeans bien planchados. 

Jugamos mucho con mis carritos. Recuerdo que yo había llevado seis carritos escondidos, estuvimos jugando por largo rato hasta que escuché el ruido de las cortinas metálicas que se cerraban anunciando que ya era hora de irse a la casa para el almuerzo. Nos vemos el otro sábado, dijo Víctor.

Así transcurrieron muchos sábados donde cada vez se hacía más familiar la presencia de Víctor dentro de mi mundo laboral, íbamos a comprar juntos. No te despegues de él, que es «más vivo», me susurraba mi hermana. Deambulábamos por el Jirón de la Unión, subíamos y bajábamos las escaleras eléctricas de Sears que era una de las pocas tiendas por departamentos, y nos trepábamos a los ascensores de la tienda Oechsle donde el ascensorista siempre nos miraba con desconfianza.

Metíamos palitos de helados en la pileta de la plaza, tomábamos jugo de caña de azúcar donde su amigo «el casero Luis» y alguna vez trató de invitarme un «cevichito» que solía «gorrear» de las amigas ambulantes de su mamá. Jugábamos también dentro de la sastrería, subíamos y bajábamos del altillo al sótano haciendo carreras ante la mirada atónita de los empleados de mi papá que murmuraban y cuestionaban que como el hijo de la ambulante podía jugar con el hijo del dueño. 

Víctor fue invitado a mi casa a almorzar y también a la fiesta de mi séptimo cumpleaños, recuerdo que llegó bien peinadito, vestido con una ropita nueva que yo nunca le había visto antes y con un regalo en la mano que me lo entregó ni bien entró, espero que te guste me dijo tímidamente. 

Después de mi cumpleaños volvimos a vernos algunos sábados más y fue en uno de ellos donde Víctor me preguntó si quería ir a un lugar secreto al que él tenía prohibido ir, es el mercado de las mascotas, pero hay que atravesar la Avenida Abancay, me dijo; ya la he cruzado varias veces, pero no sé por qué mi mama dice que es peligrosa. Vamos, le dije. Vamos pues, respondió contento Víctor. 

Cruzar la avenida Abancay era peor de lo que me había imaginado, pero Víctor hábilmente se puso al costado de una pareja que cruzaban con sus bolsas de compras sorteando todo tipo de microbuses, carros, motocicletas y triciclos llenos de frutas y verduras. 

Al llegar al famoso mercado de mascotas nos esperaban en cautiverio dentro sus jaulas toda una cuadra llena de animales exóticos, salvajes y domésticos, había una sección de aves donde sobresalían los coloridos guacamayos y las albinas cacatúas. Dentro de la zona exótica habían desde monitos del tamaño de una mano, hasta un pequeño felino ‒según Victor era un jaguar‒.

Los animales domésticos eran predominantemente perritos a los que les habían pegado las orejas para que lucieran como pastores alemanes, son buenos guardianes anunciaban.  

Recorrimos el mercado de animales de arriba a abajo varias veces y recuerdo que sentí que hubiera querido tener una casa grande y tener todos esos animales para mí solo. ¿Te imaginas si los soltamos a todos? Se les ve tristes, no me gustan las injusticias, me dijo cuando ya estábamos caminando de regreso.

El siguiente sábado esperé hasta el último momento para despedirme, me iba a ir con toda la familia a pasar el final de la temporada de vacaciones escolares a la hacienda de mi tío Lucho. Seguro nos volveremos a ver me dijo. Claro, atiné a decir. Le entregué dentro de una caja de zapatos ‒a escondidas de mi madre‒ tres de los carritos con los que a él más les gustaba jugar: el de Batman que disparaba balitas de plástico, uno gris de James Bond y el carro negro del Avispón Verde. Toma, es para ti, le dije y le di un abrazo.

A Víctor no lo volví a ver nunca más, aunque a veces aparece en mis sueños cruzando conmigo la avenida Abancay y liberando, esta vez, a todos los animales del mercado de mascotas.

Este relato está dedicado a Víctor Santisteban ‒55‒, asesinado cobardemente durante una de las marchas de protesta por la avenida Abancay en contra del gobierno de Dina Boluarte. Víctor fue abatido por una bomba lacrimógena disparada directamente hacia él a muy corta distancia por un miembro de la Policía Nacional del Perú. 

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Pablo Lock
Pablo Lock
Papá, inmigrante consuetudinario, con estudios en Lingüística y Literatura en la Universidad Católica de Lima (jamás aprovechados) y casi siempre agotado.

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