Me gusta mi trabajo, desde mi ventana puedo divisar casi todo el Chinatown.
701 Grant Avenue, cuarto piso. Sentado tras mi escritorio vislumbro «La Puerta del Dragón»’ que da comienzo al barrio chino más grande del mundo.
El gran ventanal detrás de la pantalla de mi computadora exhibe a la estrecha avenida Grant surcada por farolas que remedan tallos verdes de bambú coronados por pagodas rojas. En la misma esquina, el mismo anciano con su Erhu ensayando la misma melodía de siempre. Turistas tomándose fotos, curioseando las vitrinas de las tiendas y los precios de los menús. Bruce Lee, santo patrón de las minorías, desde su mural observa impávido las lámparas rojas de papel flotando por encima de los autos.
Esta parte de la ciudad se resistió innumerables veces a ser desalojada y cual terca alimaña soportó ser exterminada, convirtiéndose en otro de los exóticos atractivos de San Francisco.
Después de mi trabajo tengo como afición deambular y perderme entre los pequeños pasajes de Chinatown, buscando involuntariamente, tal vez, alguna conexión con la comunidad, alguna afinidad.
Yo tenía cinco años entonces cuando subí con mi madre al Braniff con destino al «Estado Dorado». Mi madre, mujer muy menuda, pálida, frágil y delgada, medía poco más del metro cincuenta, pero a mí me parecía enorme. Viajamos poco después de la muerte de mi padre y en el trayecto aún podía sentir las condolencias y el olor de los crisantemos blancos. Por los relatos de mi madre y por alguna que otra confidencia de algún familiar que nos venía a visitar pude ir armando la historia de su matrimonio. Mi madre era la mujer a la que todos conocían como la solterona de la familia, a sus casi cuarenta años aún no se había casado y ya la familia no tenía dudas de su futuro celibato, trabajaba en el bufete de un tío abogado como asistenta, organizando papeles, concertando citas, recibiendo a los clientes, asumo que era perfecta en esa posición dado su excesivo orden y perfeccionismo.
Solía tomar su refrigerio, que consistía en un paquete de galletas de vainilla y un jugo de frutas Watts, en una bodega que quedaba a media cuadra de la oficina. Allí conoció a mi padre. Él era el encargado de la pulpería de su padrino, el padrino Man San. Al parecer su enamoramiento fue fulminante y pese al rechazo de la familia de mi madre -lo que en realidad avivó más el entusiasmo- terminaron casándose. La desaprobación no era tanto porque mi padre fuese chino ‒la familia de mi madre era más bien «criolla»‒ sino por la falta de espíritu de superación de mi padre, es un mediocre la trataron de disuadir. Su matrimonio fue, al parecer, feliz, mientras duró.
-¿Papá te hizo desgraciada? le pregunté alguna vez.
-¿Tu padre? Él no podía hacer desgraciado a nadie.
Sobre la muerte de mi padre se tejieron muchas versiones, me inclino por adoptar la menos problemática, en la cual mi padre por intervenir en una pelea entre unos clientes que consumían licor en la trastienda ‒por lo general la mayoría de las bodegas tenían un bar semi clandestino en el interior‒ fue alcanzado por el pico de una botella rota. No había cumplido aún los 50.
-¿Señor Lock? Buenos días, me llamo Víctor Huamán, una voz grave me interpelaba al otro lado del auricular. No solía recibir llamadas en español en el teléfono de mi oficina.
-He estado tratando de localizarlo, estoy de paso y quisiera conversar con usted, es de carácter personal seguía diciendo aquella voz pausada sin darme tiempo a responder. Lo cité en el restaurante de Mr. Wang, que más que restaurante era más bien una fonda grasienta con una pecera vacía a un costado y con sus mesas ocupadas, la mayoría del tiempo, por viejos jugando Mahjong.
Cuando crucé la puerta del restaurante, allí me esperaba Víctor Huamán, de edad indescifrable, con un rostro amable surcado por unas arrugas ganadas, seguramente, con mucho esfuerzo, cabello lacio engominado que trataba de ocultar una incipiente calvicie.
-Disculpe la molestia, no le voy a quitar mucho tiempo, esto es bien importante para mí, para nosotros, decía mientras me observaba detrás de unos ojos pequeños, almendrados. El comité al saber que iba a pasar por aquí ‒confesó candorosamente que me habían encontrado buscando en «la internet»‒ me encargó que le entregara esto, es un diploma, me estiró un sobre de «Manila», ábralo por favor, significa mucho para nosotros. «Sociedad Comunidad Hijos de Pamplona Alta» otorgan el siguiente diploma de honor a Don Carlos Lock, en ausencia de su señor padre del mismo nombre, en reconocimiento a su aporte hacia nuestra comunidad. Siguen firmas de Cesar Huaroto, presidente, Carlos A. Vásquez, director, Víctor Huamán, secretario.
Mientras yo observaba el diploma, Víctor me relataba una historia que sin lugar a duda había ensayado muchas veces. Tu padre fue nuestro benefactor me dijo, nos ayudó muchísimo, primero junto a la Beneficencia China y luego él continuó solo, nunca dejaba de ir los domingos, llegaba con su auto rojo lleno de abarrotes de la bodega, a mí me pagó mis estudios, tenemos su fotografía en nuestro club, continuó diciendo y seguidamente me mostró unas fotos de las escaleras que estaban construyendo, de su organización de ollas comunes, de su biblioteca.
-Su padre era un buen hombre me dijo Víctor confidencialmente estirando la mano al despedirse, lo vi perderse entre la aglomeración impersonal del Chinatown.
Los días posteriores a la visita de Víctor reviví los escasos momentos en los cuales mi madre, nostálgicamente, recordaba su tierra, hay mucho por hacer repetía y en alguna ocasión me pareció escucharla diciendo que mi padre se pasaba los domingos con su «familia de los cerros», creo que la oí decir.
Mi avión acaba de aterrizar en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez de Lima, comienzo a percibir, nuevamente, un aroma de crisantemos, creo escuchar un rumor lejano, como una bienvenida, la acogida de mi familia de los cerros.
San Francisco, Octubre 2022.
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