martes, diciembre 24, 2024

Ya para siempre enrabiadas: El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza

Irma Gallo.

Podría empezar a escribir esta reseña con la siguiente frase:

El 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza fue víctima de feminicidio en la Ciudad de México.

Y aunque en aquel año que se siente tan lejano el término «feminicidio» no existía ni en la legislación mexicana ni en nuestro imaginario colectivo, la frase no estaría incorrecta. Porque fue eso, y no otra cosa, lo que le sucedió a la hermana menor, a la única hermana, de la escritora y académica Cristina Rivera Garza: un exnovio, un hombre diminuto de espíritu, de corazón y de razón, que no entendió, al que no se le dio la gana aceptar que ella ya no quería nada con él, se metió a su departamento en Azcapotzalco, durante la madrugada y la asesinó impunemente.

Tres décadas después, con esa vocación de archivista y detective que ha animado por los menos dos de sus obras anteriores (Nadie me verá llorar, de 1999, y Autobiografía del algodón, de 2020) y con el corazón ardiendo, con el amor a flor de piel, convencida de que la palabra justa con la que debe ser nombrado el asesinato de su hermana es feminicidio, no crimen pasional –pues ya no hay lugar para los eufemismos–, Cristina Rivera Garza emprende la escritura de El invencible verano de Liliana (Literatura Random House, 2021).

Escribo que «con vocación de archivista y de detective», pues todo comenzó con la apertura, lectura y organización de los archivos de Liliana: sus cuadernos y el resto de cosas que durante tantos años permanecieron ocultos, callados, inmersos en la oscuridad seca de unas cajas rotuladas con su nombre.

Abrir esas cajas, y el grito animal, el golpe que produjo tal acontecimiento en el cuerpo de Cristina, fueron los primeros pasos para desentrañar lo que pasó las últimas horas en que su hermana estuvo viva. 

En julio de 1990 Liliana era una chica de 20 años, estudiante de arquitectura, hermosa, brillante, apasionada por su carrera, que vivía sola por primera vez y probaba la libertad que todo ser humano merece.

Una joven que planeaba hacer estudios de posgrado en Reino Unido, que tenía un horizonte luminoso por delante.

Al igual que en Autobiografía del algodón, Cristina Rivera Garza narra parte de sus pesquisas en primera persona. Allá se trataba de rastrear, en auto, recorriendo carreteras y caminos tomados por el narco, lo que hubiera quedado de Estación Camarón, el pueblo de donde sus abuelos fueron expulsados por una huelga y por la devastación de la cosecha del algodón, que era su forma de vida. 

Acá, la escritora cuenta las largas caminatas, trayectos en metro y en Uber por la Ciudad de México, desde la colonia Roma hasta Azcapotzalco, en la búsqueda del expediente del feminicidio de su hermana, y luego, en el afán de conocer el departamento en el que la asesinaron. Aunque ya hubiera cambiado, aunque ya la disposición del espacio no fuera el mismo que cuando Liliana vivía ahí.
Esta parte, en El invencible verano de Liliana, es la narración del monstruo de la burocracia en las fiscalías, donde mandan a la escritora de una oficina a otra porque el expediente no está ahí; del cansancio de los pies que recorren avenidas buscando el rastro de Liliana; ahí por donde ella pasaba para ir a la escuela, las escaleras de la estación del metro que tantas veces pisó, las banquetas por las que caminó, el campus de la Universidad Autónoma Metropolitana –UAM– Azcapotzalco donde estudiaba y compartía el tiempo de los descansos con sus compañeros.

El primer trazo del retrato de Liliana se dibuja a partir de las palabras de sus diarios. Dice Cristina que 

Liliana era, con mucho, la verdadera escritora de la familia.

Porque la joven llenó sus cuadernos con transcripciones de poemas y canciones, pero también con sus reflexiones y la narración de sus estados de ánimo, algunas anécdotas, lo más importante de sus días. 

La primera vez que Liliana escribió el nombre de Ángel González Ramos fue un domingo, el 10 de junio de 1984.

Ángel es el hombre cuya descripción corresponde a la que dieron los vecinos a la policía con la de quien entró en el departamento de la joven estudiante, esa madrugada en que se produjo todo el dolor del mundo.

Ángel es el individuo que ejerció contra Liliana una violencia continuada que ella no supo nombrar, aunque hacia el final de sus días ya estaba decidida a desterrar de su vida, para comenzar a caminar hacia otro lado.

Ángel es el tipo que consiguió escapar por los techos de las casas vecinas cuando la policía llegó por él, a ejecutar la orden de aprehensión que había en su contra por el asesinato de Liliana.

Ángel es, pues, el feminicida impune.

El segundo trazo del retrato de Liliana se construye a partir de los testimonios de sus amigos y compañeros de clase. Coinciden en su carácter atractivo, decidido y generoso, en su talento para la arquitectura, en su liderazgo. También, en la presencia oscura e insistente de un tipo que la visitaba desde Toluca, que no se involucraba con su grupo de amigos, del que ella nunca quería hablar, alguien de su pasado que insistía en continuar en su presente. «A veces la recogía en la universidad», dicen unos; «llegaba en su moto y se iban, derrapando, los dos sin casco», dicen otros.

Otro trazo es el que hace la escritora de su hermana: por el relato de Cristina Rivera Garza conocemos a la niña que fue Liliana; sus pleitos de hermanas, su voluntad de creer en el amor una vez que llegó a la adolescencia, su sed insaciable de libertad.

El siguiente trazo, casi con seguridad el más amoroso, es el de los testimonios de sus padres. Son Ilda Garza Bermea y Antonio Rivera Peña los dibujantes. Liliana en el vientre («venía atravesada», dice la madre), Liliana bebé («se chupaba el dedo de la mano izquierda», escribe el padre), Liliana niña, Liliana adolescente enamorada de un hombre que no les convencía a ninguno de los dos:

Pero cómo la hizo sufrir en la prepa. No recuerdo bien cuando rompieron por primera vez, o si fue la primera vez, pero Lili lloró mucho.

Recuerda Ilda, la madre.

Confronté a Ángel varias veces. Una de las que más me acuerdo tuvo que ver con el hecho de que venía a verla a la casa en fachas. Liliana ya estaba en la universidad y para nosotros era un lujo tenerla en la casa. Tu mamá cocinaba algo especial (…) Ese día no lo pude evitar. A través de la ventana vi que él estaba ahí sobre la banqueta, a un lado del césped del jardín, con un short de ciclista, una camiseta sucia, todo desgarbado. Salí de inmediato y le dije que esa no era manera de visitar a una novia. Le dije que cuando yo era joven, me ponía mis mejores trapos para ir a ver a Ilda. Los zapatos boleados. El cabello limpio. También le dije que, si quería seguir visitando a Liliana en la casa, tenía que mostrar más respeto por ella…

Escribe Antonio, el padre.

Para el relato del feminicidio de su amada hermana, la autora recurre al narrador omnisciente que mira todo con la lejanía necesaria para describir el hallazgo del cuerpo de la joven estudiante por su amigo Manolo, la llegada de la policía, de Ana, amiga muy cercana, y del reportero que cubrió la nota para el periódico La Prensa, Tomás Rojas Madrid.

Lo que sucedió después –cómo le avisaron en Houston, donde vivía; cómo compró el boleto de avión por teléfono; cómo voló a la Ciudad de México; cómo se encargó del funeral de su hermana porque sus padres estaban de viaje en Europa–, Cristina Rivera Garza lo escribe como si las palabras transitaran con dificultad entre una neblina densa, como en un escenario en el que no se reconoce a nadie. Todo es confuso. Los bordes se difuminan. No sé sabe quién es quién. La hermana doliente se mueve como zombi por los escenarios que ahora tendrá que enfrentar, ajena a todo menos a ese dolor que la sobrepasa: «Alguien se aproxima entre el gentío del aeropuerto». «Alguien abre la puerta de una oficina». «Alguien menciona la palabra dinero». «Alguien dice: esto es una injusticia». «Alguien dice: la extrañaré», escribe.

Sin duda, en el origen de este libro está la necesidad de nombrar.

Por primera vez sé que puedo pronunciar tu nombre sin caer de rodillas (…) El aire de tu nombre completo: Liliana Rivera Garza.

Escribe la autora.

Está la necesidad de decir, con todas sus letras, que a Liliana la mató el patriarcado. Que lo de ella fue un feminicidio. Que su feminicida está libre, vive impune.

Pero también, y sobre todo, que la justicia llegará para ella y para todas las mujeres que mueren día a día a manos de sus parejas, de sus padres, de sus colegas, de quienes se dicen sus amigos, de sus hermanos, de sus compañeros de escuela. 

La necesidad de decirlo y repetirlo: que estamos para siempre enrabiadas y que al patriarcado lo vamos a tirar.

Península 360 Press
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Estudio de comunicación digital transcultural

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