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sábado, mayo 4, 2024
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De sueños, migraciones y otras escrituras en Nueva York

Son ya dos meses desde que migré a la Ciudad de Nueva York. Desde adolescente lo soñé y hace cerca de tres años, cuando todas las puertas se me empezaron a cerrar en México, comencé a decretarlo: todos los días, a determinada hora —siempre la misma—, me repetía en voz alta que iba a vivir en esta ciudad… hasta que sucedió.

De sueños, migraciones y otras escrituras en Nueva York
Son ya dos meses desde que migré a la Ciudad de Nueva York. Desde adolescente lo soñé y hace cerca de tres años, cuando todas las puertas se me empezaron a cerrar en México, comencé a decretarlo: todos los días, a determinada hora —siempre la misma—, me repetía en voz alta que iba a vivir en esta ciudad… hasta que sucedió. Foto: Irma Gallo

La persecución que sufrí en mi país —y que me acompaña a cualquier lugar a donde voy— me obliga a ser cauta y no revelar cómo todo se conjuntó para hacer posible este sueño y otro por el cual se me va la vida: escribir. Sólo diré ahora, cuando una cursilería impaciente se apodera de mí, y ni modo, la voy a dejar salir, que los astros se alinearon y aquí estoy, cumpliendo dos meses de haber llegado, con una maleta pesadísima y poco dinero, sin saber muy bien a qué me iba a enfrentar pero con toda la emoción que podía caber en este pequeño pero bien dado y bien vivido cuerpo mío.

La persecución que sufrí en mi país —y que me acompaña a cualquier lugar a donde voy— me obliga a ser cauta y no revelar cómo todo se conjuntó para hacer posible este sueño. Foto: Irma Gallo
…aquí estoy, cumpliendo dos meses de haber llegado, con una maleta pesadísima y poco dinero, sin saber muy bien a qué me iba a enfrentar pero con toda la emoción que podía caber en este pequeño pero bien dado y bien vivido cuerpo mío. Foto: Irma Gallo

Puse el cuerpo, sí. Le puse cuerpo a mi sueño. A mi edad y con la incertidumbre de no tener ahorros para mantenerme a flote si algo fallaba, para mantener a mi hija allá, en nuestro país —a ella, que dice que no quiere emigrar—. Lo hice porque sentí que si no lo hacía me iba a asfixiar el arrepentimiento. Lo hice porque el tiempo pasa, y el muy ingrato lo hace cada vez más rápido cuando te diviertes —como dice la canción—, pero también, y sobre todo, cuando empiezas a envejecer.

Vine, pues, y este cuerpo mío —el físico, pero también el de la escritura—, se encontró con una ciudad en alto contraste, como uno de esos carteles disidentes de los años sesenta: los rascacielos, las marcas, los autos y las tiendas más lujosas del mundo conviven en este espacio densamente poblado con las miles de ratas y cucarachas que pasean felices e impunes por sus calles, con la basura acumulada en bolsas plásticas y con los homeless que han perdido la conexión con la realidad o quizá sólo han creado otra para poder sobrevivir. Nueva York huele a mota, a basura y a pipí, y estos días a calabaza. Es una señora elegante, que siempre va a la moda, usa ropa de diseñador y las joyas más caras, pero no se baña.

Vine, pues, y este cuerpo mío —el físico, pero también el de la escritura—, se encontró con una ciudad en alto contraste, como uno de esos carteles disidentes de los años sesenta. Foto: Irma Gallo
Los rascacielos, las marcas, los autos y las tiendas más lujosas del mundo conviven en este espacio densamente poblado con las miles de ratas y cucarachas que pasean felices e impunes por sus calles, con la basura acumulada en bolsas plásticas y con los homeless que han perdido la conexión con la realidad o quizá sólo han creado otra para poder sobrevivir. Foto: Irma Gallo
Nueva York huele a mota, a basura y a pipí, y estos días a calabaza. Es una señora elegante, que siempre va a la moda, usa ropa de diseñador y las joyas más caras, pero no se baña. Foto: Irma Gallo

Es la ciudad, también, en la que no importa cómo vayas vestida, qué edad tengas, a quién tomes de la mano o con quién fajes en la banca de un parque, nadie se te quedará mirando. Es la ciudad en la que bailar con una chica 20 años menor que tú es de lo más normal. Quiero creer que es por su cualidad de cosmopolita y liberal, pero también —y mi cuerpo lo siente— es porque a nadie le importa, porque todos estamos tan absortos en las pantallas de sus teléfonos o en la llamada que hacemos mientras caminamos, que ya no tenemos tiempo para detenernos a juzgar al prójimo. 

Todos estamos tan absortos en las pantallas de sus teléfonos o en la llamada que hacemos mientras caminamos, que ya no tenemos tiempo para detenernos a juzgar al prójimo. Foto: Irma Gallo

Es la ciudad en la que nadie te mira.

Nueva York, con sus cinco barrios: Manhattan, El Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island, es el lugar en donde, si llueve por la mañana ya te jodiste porque seguro lloverá todo el día, en donde un café cuesta lo que una comida corrida en mi país, en donde puedes escuchar cuatro idiomas en un vagón del metro (que, por cierto, acá se llama tren), en donde el calor del verano se siente como en Mérida: sudas hasta que el delineador de ojos se corre y se mezcla con la sal que baja por entre tus pechos y en donde, en los días fríos, sientes que el viento helado que viene del río te cachetea y te corta la respiración.

Nueva York, con sus cinco barrios: Manhattan, El Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island, es el lugar en donde, si llueve por la mañana ya te jodiste porque seguro lloverá todo el día, en donde un café cuesta lo que una comida corrida en mi país Foto: Irma Gallo
Puedes escuchar cuatro idiomas en un vagón del metro (que, por cierto, acá se llama tren), en donde el calor del verano se siente como en Mérida: sudas hasta que el delineador de ojos se corre y se mezcla con la sal que baja por entre tus pechos y en donde, en los días fríos, sientes que el viento helado que viene del río te cachetea y te corta la respiración. Foto: Irma Gallo

Mi cuerpo es otro en Nueva York. Se expande y se contrae según le pegan el clima y la soledad. A mi escritura le pasa lo mismo. Hay días que escribo y reafirmo el porqué de esta migración, hay otros en los que las palabras simplemente se quedan atoradas en la cabeza y no llegan al teclado, se vuelven cobardes. Y entonces me pregunto qué fregados hago aquí, deshijada, desmadrada, deshermanada. 

Cerveza en mano, en un bar caribeño de la calle 50, una amiga tapatía que lleva seis años viviendo aquí me dijo que esta ciudad es como un huracán: te jala hacia su centro, hacia su único ojo, y puede que te quedes ahí arropada, en medio de su vorágine, o que de plano te expulse con toda esa violencia de la que es capaz. 

Hasta ahora —y sé que es muy pronto, pero What the hell!— no me ha expulsado y lo agradezco, porque esta ciudad es también una ciudad solidaria, en donde hoy hubo una marcha de estudiantes universitarios en contra del genocidio en Palestina; en donde hay casetas con comida gratis para quien la necesite; en donde a los perros se les trata como lo que son: familia; en donde los muchos acentos del español nos reconocen y hermanan y si suena Shakira en la fiesta nos ponemos como locos; en donde, a pesar de las prisas de siempre, una joven mujer se detiene a ayudar a un hombre que viajaba en scooter y fue golpeado por un carro, su rostro ensangrentado, estrellado contra el pavimento. 

Esta ciudad es como un huracán: te jala hacia su centro, hacia su único ojo, y puede que te quedes ahí arropada, en medio de su vorágine, o que de plano te expulse con toda esa violencia de la que es capaz. Foto: Irma Gallo
Esta ciudad es también una ciudad solidaria, en donde hoy hubo una marcha de estudiantes universitarios en contra del genocidio en Palestina; en donde hay casetas con comida gratis para quien la necesite; en donde a los perros se les trata como lo que son: familia; en donde los muchos acentos del español nos reconocen y hermanan. Foto: Irma Gallo

Si a los niños del Madrid de Sabina les daba por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra, las niñas del Bronx caen al piso, inconscientes, a la entrada del metro: ¿sobredosis, hambre o cansancio? Imposible saber, pero un grupo de personas no tarda en rodearla, ponerse de rodillas y tratar de ayudarla, a como dé lugar. Ella, rubia, con la piel casi transparente; ellas y ellos, morenos y morenas, dominicanos, mexicanos, colombianos, puertorriqueños, latinos, pues.

Escribo Nueva York, la escribo con el cuerpo. Con mi cuerpo migrante.

Más del autor: Salman Rushdie, una larga lucha por la libertad de expresión

Irma Gallo
Irma Gallo
Es reportera y escritora. Además de Península 360 Press, ha colaborado con Letras Libres, Revista de la Universidad de México, Revista Lee Más Gandhi, Gatopardo, Revista Este País, Sin Embargo, El Universal, Newsweek en Español. Su libro más reciente es Cuando el cielo se pinta de anaranjado. Ser mujer en México (UANL/VF Agencia Literaria, 2020).
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