Para civilizaciones antiguas, el ombligo no fue sólo un objeto de deseo asociado a la belleza, sino que también fue una parte del cuerpo al que se le atribuían poderes como el de la sanación y el darle a una persona sentido de pertenencia a un lugar.
In memoriam. Gutierre Tibón (1905-1999).
Rober Díaz. Península 360 Press [P360P].
Parte de una tradición milenaria, el ombligo de los recién nacidos es enterrado por algunos pueblos indígenas. Como los habitantes de San Pedro Cholula, quienes enterraban el ombligo de las mujeres en el bracero de la cocina para que las mujeres se quedaran juiciosamente en su casa, o ya fuera que se les embadurnaba en miel para que, al crecer, éstas fueran dulces y tiernas. El de los varones era enterrado en el traspatio si el padre se dedicaba a la labranza; en cambio, si el padre era guerrero, entonces debía llevarse al campo de batalla, pues pensaban que el muñón era parte del cuerpo y que el destino de éste influiría directamente en el niño.
Los Cholutecas remojaban el ombligo en agua; luego, vertían unas gotas del agua en los ojos de los infantes para curar también el «mal de ojo». El enterramiento significaba, de acuerdo con el antropólogo Miguel León Portilla, la búsqueda de «un camino para el destino de los hijos». Los Popolocas y los Nahuas cortaban cuidadosamente el ombligo a una «cuarta», cuidando de no dejarlo ni más grande ni más chico, ya que de esto dependería la vida sexual de los infantes.
Este rito buscaba que niñas y niños obtuvieran, bajo el influjo del muñón, un sentido pertenencia al sitio donde nacían. En otras culturas –como para la cultura tradicional de Corea– el ombligo se envuelve en papel o paja y se guarda en la habitación en la que la persona nació; es decir, en el espacio donde también se encuentra la diosa de los partos para ellos: Samsín. Luego, debía ser quemado lentamente, y un miembro de la familia debía vigilarlo; pues también existía la creencia de que alguna mujer que no podía concebir podía robárselo para curar su infertilidad.
El ombligo es mencionado desde el Cantar de los Cantares, cantos atribuidos al Rey Salomón, donde lo glorifica como un sitio de belleza, un vaso de la Luna, un punto de referencia y deseo para alabar a su amada: la Sulamita. En las Mil y una Noches, Sherezada también hace referencia a éste como un lugar donde se contienen deseos y se portan elixires. En China y Japón, las mujeres se perfuman el ombligo. En el Kama Sutra, se le aprecia como un punto que deja ver la hondura de las articulaciones donde los ósculos (besos) deben adornar con sus caricias.
Onfalia fue la mujer de Tmolo, rey de Lidia (una ciudad en lo que hoy es Esmirna y Manisa, en Turquía); ella, la que su nombre significa «la del ombligo bello», compró al semidiós Hércules al Dios Hermes luego de que Hércules mató a Ífito, el poseedor del arco de Apolo. Siendo esclavo de Onfalia, el también llamado por los romanos «Heracles», disfrutaba de ponerse los vestidos de su amada, mientras ella vestía la piel del León de Nemea y su maso de Olivo.
En una noche, el Dios Pan se metió en sus aposentos y creyendo que Onfalia era la que yacía en su regazo intentó poseerla. Su sorpresa fue encontrarse con un colérico Hércules que le dio su merecido. Esta alegoría también sirvió como pauta para darle entrada al travestismo, y el ombligo como una forma de paridad, pues hombres y mujeres disfrutaban del deseo por los vestidos y las herramientas e intercambiaron sus roles, confundiendo a los dioses.
Dada su cercanía con el plexo solar –el chakra más importante en el cuerpo humano–, el Tercer Chakra es donde se concentran las energías emocionales, es el punto donde el movimiento, el placer, el deseo, la sexualidad y el orgasmo se encuentran. Su color es el naranja y se ha extendido en las religiones del New Age que tapando el ombligo se interrumpe el flujo de mala energía.
En el mito de los andróginos, Sócrates cuenta una historia altamente fantástica que denota la importancia del ombligo: en un principio existían tres tipos de sexos. Los hombres, que eran del Sol, las mujeres que eran regidos por la Tierra y los andróginos que pertenecían a la Luna. Éstos últimos tenían dos cabezas, cuatro brazos y cuatro pies; había andróginos hombres y andróginos mujeres. Mientras hombres y mujeres perdían el tiempo sufriendo los unos por otros, los andróginos eran seres casi perfectos que se movían circularmente y todo lo hacían con una enorme eficacia y, en un acto de soberbia, intentaron subir al Olimpo a derrotar a los dioses. Cuando intentaron realizar la felonía, Zeus los derrotó y los partió por la mitad, dejando el ombligo como marca de su castigo y los amenazó con que, de volver a intentarlo, los volvería a dividir, dejándolos en un solo pie y con una sola mano. Los andróginos que quedaron en la tierra no buscaban a su sexo opuesto, la contraparte para amarla, sino que amaban a seres de su mismo sexo. El ombligo es el recuerdo de su castigo.
Existe una última receta que se realiza en las costas de Colombia como un rito de brujería y que se difundió como un acto sacrílego en el que se le daba al padre de la hija o hijo un chocolate, donde también se le ponía el ombligo del recién nacido que primero se tostaba y, luego, se molía y revolvía al batir el líquido para buscar que hiciera espuma con el fin de que el padre tuviera un amor por el infante que no le permitiera despegarse en la vida de ella o él.
Finalmente, la importancia de nuestro ombligo se ha diluido en un mar de estereotipos, aunque nuestra civilización realmente le concede poco, su sitio estará ahí, con los ritos que, por moda o redescubrimiento, en un futuro le den una nueva vigencia, una nueva oportunidad de recordarnos que, como parte del cuerpo, siempre ha sido venerado como una cavidad acuífera que emula a la luna, a la noche, a nuestra parte oscura, que atrae los misterios, que insinúa otra cavidad sexual de conexión con el entorno porque fuimos vida a través de él y es un sitio de nuestra intimidad que hemos ido olvidando.
EEJ