Rober Díaz. Península 360 Press [P360P]
Para los antiguos habitantes de la gran Tenochtitlán, las dualidades, como las conocemos actualmente, no existían como tal; por ejemplo, habría que hacer una diferencia entre vida y existencia. La existencia –nemiliztl, en idioma Náhuatl–, correspondería a la parte nocturna que se inicia al nacimiento: tlacatiliztli; y termina con la muerte –miquiztli–; es decir, que la muerte sólo representaba una fase oscura en la que el ciclo vital comenzaba a renovarse.
La muerte sólo era, para ellos, un momento de relajación orgánica y funcional que preparaba una nueva existencia, pero esto sólo se puede entender dándole una repasada breve a la forma en la que los mexicas veían el tiempo:
Después de cuatro épocas llenas de caos en los que la vida no progresó llegó el quinto sol, nahui ollín, cuya leyenda de origen, dice que los dioses se reunieron en Tehotihuacán para crear el sol y la luna. Era necesario para este fin que uno de los ahí presentes, se sacrificara. Como nadie respondió un dios buboso, pequeño y feo llamado Nanahuatzin se levantó para ofrecerse y como respuesta, el arrogante dios Tecuciztécatl, señor de los caracoles, también ofrendó su vida para él crear los astros. Los dioses le dieron preferencia, pero a pesar de intentarlo cuatro veces, tuvo miedo. En cambio, Nanahuatzin en el primer intento se arrojó valerosamente a la hoguera del fuego creador de donde nacería el Sol personificado por él y la Luna por Tecuciztécatl.
Este mito nos enseña que el sacrificio de los dioses creó el movimiento de los astros, que fue gracias a tener valor para morir, que el universo pudo ponerse en movimiento. La sangre fue necesaria para dar paso a la vida y ese culto se mantuvo como símbolo del nacimiento, pues si los dioses lo habían hecho ya, era menester para los hombres repetir aquella hazaña.
El nombre del Sol, Tonatiuh, significa «habrá luz». No en un tiempo inmediato sino en ese tiempo de la espera en el que los dioses tuvieron miedo e incertidumbre. La creación mexica está definida sobre esos dos movimientos el de la noche y el día, lo femenino y masculino, la sombra y la luz. Los antiguos, más que tener puntos cardinales tenían regiones que develan claramente la oposición de los nahuas a pensar en polos opuestos y más bien deja ver su tendencia a no establecer estados definitivos y eternos sino tránsitos de un estado a otro.
El hombre nació según el mito, de la penetración de Quetzacoátl al Mictlán de donde tomó los polvos de los huesos del cetro de Mictlatecuhtli y creó al hombre. Es decir, que fue el tiempo encarnado por Quetzalcoátl que penetra al centro de la tierra donde yace la oscuridad para hacer de los huesos la materia del ser humano, donde también cae en una trampa (el hoyo llamado tlaxapochtli) tendida por los micteca, sus huesos serán esparcidos, sus miembros, separados y se convertirá en eso que iba a cambiar, ese despojo, esa pudrición de un ser divino para por medio de la restauración, crear la vida.
Un ejemplo de este mito es que los niños que morían tempranamente eran enterrados cerca de los graneros llamados, cuezcomate,no sólo porque estos infantes muertos tempranamente, según sus creencias iban a dar —por su muerte prematura— al cincalco o casa del maíz, sino porque depositarían su energía anímica en el maíz guardado en ese lugar.
La relación que los nahuas precolombinos desarrollaron con todo aquello que era desechable del cuerpo no fue de pena u ofuscación. Dentro del Código Borgia, en la lámina 13 hay una imagen donde se compara la ingestión de un bulto mortuario por la tierra, Tlalatecutli, con la cropofagia, en el excremento se encuentra la «esencia del ser consumido». En lo que concierne al cadáver, lo que permanece después de su cremación en la tierra es el hueso, materia prima para la elaboración divina del hombre y estado último de su ciclo orgánico.
Una de las diosas relacionadas con esta visión de la muerte y la deposición es la diosa Tlazoltéotl, quien tenía cuatro nombres que representaban a la carnalidad y que, además, era vista como una antítesis del proceso humano, que mientras defecaba lo malo, lo que desechaba y le sobraba, la Diosa lo comía y lo volvía bueno, esa era la principal de sus dotes divinas: la regeneración.
Los nahuas creían que durante cuatro días y cuatro noches el alma de los fallecidos permanecía entre nosotros visitando los puntos cardinales, luego, al quinto, eran llevados a su destino final. Para las mujeres, viudas, hermanas y plañideras, el duelo tenía una duración de 80 días, donde no se lavaban el cuerpo, el cabello y no se cambiaban la ropa.
Durante cuatro años, cada año después de la muerte de la persona, se le ofrendaban, comida, pulque, tabaco, flores, etcétera, en nombre de los difuntos y de acuerdo con la forma de su muerte. Si esta había sido natural —por vejez— las fiestas se celebraban en el mes de Títitl. Los niños difuntos eran celebrados durante el mes de Miccailhuitontli, mientras los adultos muertos en la guerra y el sacrificio fueron celebrados en el mes de Huey Miccailhuitl; los que se habían muerto por ahogamiento, por hidropesia, habían sido fulminados por un rayo o habían sucumbido por problemas de la piel, iban hacia el Tlalocán se festejaban en el mes de Tepeilhuitl.
La muerte no sólo era parte de la vida sino también era parte de una espera, en la que habría de pasar por un silencio expectante y una regeneración, no sólo una reencarnación y pasaría por una trasformación. Era esa misma espera en la que los dioses aguardaron la salida de los astros que habrían de ponerse en movimiento —Ollín— para darle sentido al universo. La espera y su incertidumbre fueron ese momento donde la descomposición era total pero no fatal, sino sólo un lapso en el que la vida se curaba para volver a resurgir.