La casa entera tenía un aspecto diferente, se respiraba un ambiente de fiesta, de inusitada felicidad.
El gran salón que siempre permanecía cerrado y que era prohibido para mis juegos infantiles estaba ahora abierto y en él estaba la exhibición de los regalos del futuro matrimonio.
Ese gran salón contenía muy preciadas reliquias familiares, jarrones chinos, estatuillas de marfil, una radiola descomunal con anaqueles que alojaban la colección de discos, una vitrina de caoba con adornos de cristal que fueron, a lo largo de muchos años, adquiridos uno a uno por mi madre, esa estancia tenía, ahora, las puertas abiertas. Todo lo que se encontraba dentro del salón tenía su propia historia de cómo y de donde habían sido adquiridos, muchos de ellos eran una especie de recompensa que mi madre recibía después de alguna riña con mi padre y que ella contaba casi como si fuera una gran hazaña, con mucha satisfacción. El salón estaba subordinado a la gran chimenea, enorme, con un espejo de cristal en lo alto que resplandecía de limpio, iluminada por una araña de cristal, una chimenea solo decorativa que nos quería incorporar a escenarios a los que solamente teníamos acceso por las películas.
Yo disfrutaba con el gran salón abierto todo el día, donde ahora, sí podía jugar a mis anchas y sentarme en los muebles tipo “Luis XV” que esta vez, por fin, dejaban lucir sus tapices originales sin aquellos forros anodinos con los que usualmente los cubrían.
En aquel tiempo, lo recuerdo muy bien, teníamos dos “empleados” (limeñamente se utilizaba el eufemismo “muchachos”): Eusebia y Teodosio, ella era la cocinera, recomendada por la comadre Elena y era de una edad indescifrable que podría estar en sus treintas (o cincuentas?) de contextura gruesa y con una fortaleza que exhibía sin vanidad cuando cargaba los sacos de arroz, muy amable y dócil aunque alguna vez la escuché discutiendo con Teodosio en quechua, su lengua materna. Ellos tenían sus dormitorios en la azotea, cuartos separados por un baño común, más allá estaba el cuarto de “estudio” de mi hermano y el pequeño corral que solía albergar eventualmente algunas aves vivas que nos regalaban casi siempre en épocas de fiestas. La azotea como casi la de todas las casas de por allí no tenía techo y tenía la función de almacén de cosas viejas o en desuso, de tendal y también de dormitorio de las empleadas domésticas.
Yo compartía el dormitorio con mi hermano y era uno de los cuatro dormitorios del segundo piso, nuestro cuarto tenía vista hacia una pequeña terraza-escalera y al jardín interior, otros dos dormitorios daban hacia la calle y uno más -el de la televisión- tenía una ventanita hacia un pasadizo-, los dos cuartos grandes eran: uno el de mis padres y el otro el de mis de mis hermanas y era en este último donde yo pasaba más tiempo. Si bien mis hermanas no estaban mucho en casa, era a través de una de las ventanas de aquel cuarto donde yo tenía acceso al mundo exterior. Desde esa ventana veía cuando todos llegaban (o se iban) en ese carro rojo, inmenso, que mi padre dejaba que mi hermano manejara. Pero al mirar por la ventana a la que realmente esperaba ver era a mi hermana la segunda, la casamentera.
Ella me llevaba unos dieciocho años y era la que pasaba más tiempo conmigo (la unica que pasaba tiempo conmigo), con ella tenía una conexión muy diferente al resto, ella podía leer mis pensamientos y detectar fácilmente mis emociones, tenía un espíritu libre y el don de no tener vergüenza de decir las cosas directamente por lo cual algunos familiares solían tomar esa actitud como desafiante y la percibían como “la del temperamento rebelde”.
Yo solía esperar a mi hermana mirando por la ventana, aguardando su llegada y es que, a pesar de nuestra diferencia de edad ella era mi compañera de juegos, la guardiana de mis secretos, la que se tomaba el tiempo de enseñarme tantas cosas, era mi cómplice y mi aliada, solía sacarme de paseo con sus amigas (a tomar helados a “la botica francesa”), nunca se complicaba en hacerme participar de sus reuniones y para salir de compras me vestía “lindo” mientras me iba elogiando, qué guapo estás, me decía, espérate que te peino bien, no te toques.
Por su matrimonio, familiares y amigos llegaban con sus regalos y al mismo tiempo podían curiosamente echar un vistazo a los otros regalos que ya se exhibian en el salón, cada regalo estaba expuesto con su respectiva tarjeta personal como tratando de evidenciar la medida del afecto de cada quien con los novios. Los regalos exhibidos iban desde una mini lavadora, un mantel bordado, la pintura de los 100 pajaritos que auguraba abundancia y felicidad, juegos de ollas, de vasos, de cubiertos, la infaltable olla arrocera, un buda de porcelana.
Con los ajetreos de la boda me la pasaba distraído con las continuas visitas de familiares y amigos y cuando todos los huéspedes se iban yo me quedaba solo, como rey y señor del salón, donde podia admirar mis tesoros, deslumbrado por las ofrendas, alejado y protegido del mundo exterior, en mi refugio, en mi guarida asomándome eventualmente en mi ventana a examinar fuera de mis dominios aguardando la llegada de mi hermana.
…
Dos enfermeras del sanatorio despreocupadamente miraban al viejo que, en su silla de ruedas, no se despegaba de la ventana, últimamente está así, repitiendo una historia extraña sobre una casa con un salón, le dijo una enfermera a la otra, también me contó algo sobre su hermana, que estaba por llegar, que la estaba esperando creo que dijo.
August 2022, RWC, California.
Pablo Lock
Papá, inmigrante consuetudinario, con estudios en Lingüística y Literatura en la Universidad Católica de Lima (jamás aprovechados) y casi siempre agotado.
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